Duración
Hubo una vez una mujer que se aburría. De casi
todo y al poco tiempo. Su destino no le daba muchas opciones aunque ella no se
dio cuenta de que pudo decidir otra cosa. Como no decidió nada heredó el taller
de costura de su madre y siguió cosiendo. Comía poco porque le fastidiaba
cocinar, dormía menos porque al dejar de soñar perdió interés, y su mayor
compromiso era entregar en el lapso acordado los vestidos que, uno tras otro,
salían de sus manos y de su máquina de coser.
Lo extraño es que sus vestidos, creados sobre el
cuerpo de cada clienta, eran tan originales, tan expresivos, tan hermosos que
le dieron una gran fama de Maestra de Alta Costura. No consultaba la moda. La
creaba. Sin embargo no era feliz. Sus vestidos eran la cura provisoria de su
aburrimiento. Pero como la costura era su único, absoluto medio de vida ya que
no conocía otro, inventaba vestidos que jamás usaría. De manera que, al
entregar la obra terminada, volvía a sumergirse en el tedio.
Era muy
joven y se asomaba tan poco a los espejos que
se había olvidado de sí misma. Ignoraba que era bellísima porque jamás
dejó acercar a nadie que se lo dijera. Sus ojos brillaban sobre las telas y los
bordados sin señal alguna de cansancio y su espalda se mantenía erecta a pesar
del trabajo continuo.
Y habría seguido así, por siempre, hasta que
fuera llamada del otro mundo, si no fuera que hubo un hombre, cliente firme
porque le encargaba los vestidos de sus amantes y tenía una nueva cada semana,
que repentinamente se fijó en ella.
- Señorita, míreme.
- ¿Cómo?
- Levántese y míreme, haga el favor.
La joven obedeció muy sorprendida.
-¿Alguna
vez se puso uno de sus vestidos?
- No tengo vestidos. Los entrego todos, como a
usted. Me basta con este uniforme, fresco, liviano, cómodo.
El hombre le arrancó el vestido recién terminado
de las manos.
- Póngaselo.
- Pero si
no es mío.
- Ahora si. Se lo regalo.
- No está hecho a mi medida.
- Le servirá. Obedezca.
Ella tomó el vestido y se cambió detrás de una
cortina. Se miró al espejo y le pareció que miraba a una de sus clientas. El
vestido le quedaba impecable, ceñido en la cintura, desplegándose en capas
hasta sus tobillos. El escote, no muy prudente, descubrió un cuello de cisne.
“Pero no debo ser yo”, pensó. Como tardaba, el hombre corrió la cortina y quedó
deslumbrado. Olvidó no solamente a la última sino a todas sus amantes.
- Usted no
coserá más que sus propios vestidos. O podrá diseñarlos y mandarlos hacer.
Usted es una reina escondida.
- ¿Está loco, señor? Perdone…
- No. Usted se vendrá conmigo. Usted es la
inalcanzable mujer de mis sueños. Hace años que la persigo.
- No lo sabía, señor. Disculpe…
En ese
mismo instante ella descubrió que no estaba aburrida.
Y por esa razón se casó con él y aprendió a
encargar sus vestidos. Él se desvivía por complacer todos sus deseos, todos los
que ella había sofocado y olvidado y que renacían.
Fueron felices. Hasta que, poco a poco, volvió el
aburrimiento y se apoderó de ella.
El marido, mayor pero con gran porte, deseado por
muchas, ni se enteró de que ella se escapaba.
Pero,
noche a noche, dormido él, ella se sumergía en una apasionante vida onírica. Una
vida paralela que empalidecía la de vigilia.
Al tiempo ella comenzó a dejar la casa. Miraba al
marido dormido, lo besaba en la frente, se envolvía en su más exquisito
vestido….y escapaba hasta su antiguo taller y se sentaba frente a su mesa de
trabajo y acariciaba su máquina.
“Es que no soy una dama aburrida. Soy una
trabajadora aburrida. No debí torcer mi destino”
Y pasaba sus noches allí hasta que amanecía y
volvía a su cama.
Los Inmortales,
abandonado el Olimpo definitivamente, andaban dispersos por el mundo. Nada de
primicias ni libaciones, nada de ofrendas ni sacrificios. Absolutamente
olvidados. Su única ocupación consistía en entretener su abrumadora
inmortalidad.
Zeus
seguía promiscuo y enamoradizo y Hera aburrida de él ya no lo celaba. De tanto
en tanto se prendaba de alguna chica y a la noche se metía en su cama. Ya no se
convertía en cisne ni nada parecido. Le bastaba volverse invisible y agitar el
sueño de la elegida y penetrarla para luego dejarla ya poseedora de su semilla
divina. Así fue que el mundo se fue llenando de semidioses.
Y ocurrió
que nuestra vocacional modistilla volviendo a su casa marital de madrugada,
chocó en una esquina con un joven tan increíblemente hermoso que se quedó
paralizada, en contemplación. El joven se disculpó pero ella balbuceó:
- Yo fui muy torpe. Tropecé con mi falda.
El joven observó su belleza y el vestido de reina
que llevaba.
- ¿Nos hemos visto antes?
- Me
parece que en sueños…
- ¡Cierto! Ya la recuerdo.
Entonces, otro inmortal aburrido, les traspasó el corazón intrigado con
la violenta historia de amor que estaba haciendo nacer en esa misma esquina.
Como si
hubieran bebido un elixir, ambos cayeron fulminados por un repentino amor.
Creyeron que hacía siglos que se conocían y que, vida por vida, se buscaban
soportando un enorme y pesado aburrimiento hasta encontrarse y reconocerse.
Y la
novísima historia de amor que comenzó con un esposo abandonado, una esposa
fugitiva dueña de un único vestido, y un joven dedicado a recorrer los sueños
imposibles de las chicas…se afirmó en una huída constante, durmiendo ambos en
hoteles oscuros, en playas o en bosques. Ella no se aburrió más y él dejó de
robar sueños. Pero el tiempo se dejó sentir.
Ella comenzó a decaer en tanto él seguía igual a
sí mismo, extraordinariamente hermoso.
Hasta que un día ella le dijo “no puedo seguirte
más, me faltan las fuerzas” . “ Pero yo no te dejaré nunca “, respondió él.
Como Tristán, él le regaló un perrito y, como
Isolda, ella le dio un anillo..
-
Ahora debieras irte. Este perrillo me cuidará.
Pero él no se fue. Porque ésta es otra historia,
distinta a la de Tristán e Isolda. Se puso el anillo y la cuidó con devoción.
Y ocurrió,
mucho tiempo después, que ella soñó con su madre, quien le dijo: “Es preciso
que sepas quien eres. Tu no morirás como yo. Nunca te dije quién había sido tu
padre. Ahora debes saberlo para recordar tu verdadera naturaleza”.
Y le
confesó que una noche soñó con un joven dios que la poseía. Sólo que no era un
sueño, y el tal dios, descuidado, al preñarla, la metió en un lío terrible y la
condenó a ser madre soltera y a trabajar de modista hasta que la hija creció y
tomó su lugar.
Con un beso en la frente la madre se fue
desvaneciendo.“Ahora, hija mía, sé feliz”.
Y bastó
recordar: la modistilla recobró toda la fuerza y la hermosura, quedándose para
siempre, de igual a igual, con su amado semidiós.
“Así no vale” pensó Eros. “La felicidad eterna no
hace historias”.
(Con todo, hubo un marido desafortunado y muchas
chicas que no soñaron más).
Ángela Cáceres Quintero
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