viernes, 25 de enero de 2013


Premio de narrativa "Atahualpa Yupanqui" (2004, Buenos Aires)


CUENTO DEL ADIÓS

                 Como nube de arena que despliega y levanta y dispersa el viento. Así pasó con la familia de la prima Julia. La prima de más edad de la madre de Pascual Algorta.  Hijo único, solitario, tímido, tuvo un deslumbramiento cuando conoció esa familia.  Recién mudados a la vuelta de su casa, frente al parque, los Arrieta eran cinco. Julia, la madre, exhuberante y desenvuelta, de voz amplia y mucha risa; Santiago, el padre, un arquitecto alto y serio, de poco hablar; luego los tres hijos, Anita, la mayor, alta como el padre, fina como un junco, una piel luminosa, casi transparente, una frente ancha donde casi se adivinaban unos delicadísimos trazos ligeramente azules como un dibujo sobre porcelana y una cabellera larga, esponjosa, oscura como los ojos, más trabajada por el aire que por la manos; Susana, la del medio, precozmente docta, y completamente fea; finalmente, Polo, el hijo tardío de apenas siete años, un castaño travieso intentando ser niño entre grandes.
    La madre llevó a Pascual a conocer a los Arrieta, contenta de tenerlos cerca y pensando que en Polito encontraría un amigo. Pero Pascual tan sólo admiró el conjunto. La familia completa. Una madre, por añadidura un padre y tres hijos. Porque Pascual y su madre eran solos. Y su posible padre no le parecía más que un sueño conversado de vez en cuando. Después  toda su atención fue para Anita. El día que celebraron los diecisiete años de Anita quedó herido de muerte. Nunca más en su vida sentiría lo mismo por una mujer. Todavía bajito, sin el estirón de los trece años, cuando levantó los ojos hacia Anita para darle el beso y el regalo, no vio a la prima grande sino a una diosa. Quedó paralizado, la boca entreabierta, los ojos casi ciegos por el resplandor de la sonriente diosa  nimbada por gasas del mismo color de los atardeceres. Pascual amaba cada puesta de sol porque el parque estaba cerca de una playa pequeña de mirada al oeste y en aquel horizonte ponía cada vez que se escapaba de su casa todos sus sueños y esperanzas.
   Del austero, intimidante arquitecto Arrieta...se decían cosas insólitas, contaba la madre de Pascual. Había trabajado de muy joven en España y había logrado un prematuro renombre por haber desenterrado un castillo extrañamente fortificado, guiándose por un muy antiguo poema para dar con su emplazamiento. Años después, cuando volvió al Río de la Plata para casarse con Julia, la única mujer que amó, sólo tomaba trabajos sencillos, restauraciones, decorados de interiores y nadie logró, ni sus hijos, que se explayara sobre el tal Castillo.Y todo se habría creído una invención si no fuera por las mentas de algunos extranjeros. Pascual solía observarlo con un cierto azoramiento, con los ojos entornados como para que el arquitecto no se diera cuenta. Sin embargo, una vez, se dio vuelta de repente y le lanzó una sonrisa, como si fuera un dardo.
   Observando a esa familia, en tanto crecía, Pascual aprendió muchas cosas, precisamente ésas que suelen omitirse en las conversaciones y, si fuera posible, hasta en los pensamientos. Cuando vió aumentar y madurar la belleza de Anita...supo algo del  devenir. Cuando Susanita se suicidó por un amor no correspondido, al parecer un amor largo y profundo, cavado en un corazón demasiado ignorado por la fealdad de su dueña, Pascual descubrió los finales inesperados, trágicos.  Cuando Julia enfermó de cáncer, o sea cuando todos empezaron a hablar muy bajo a su alrededor, y cuando apenas podía verla desde la puerta semientornada de su dormitorio, confirmó su aprendizaje sobre la finitud pero, además, descubrió las agonías.  Cuando Anita se casó y se divorció en menos de un año, aprendió acerca de las veleidades amorosas.   Y, luego de la muerte de Julia, cuando a los pocos meses el reservado viudo se dejó ver en compañía de algunas mujeres....entendió que los muertos  se van realmente muy lejos y que se pueden olvidar. Y de Polo, con el que nunca pudo hacer amistad, aprendió la rebeldía sin causa. Se dejó crecer el pelo, probó la marihuana y se mandó mudar. Quiere decir que desapareció, sin rastro. Sin pena ni gloria, de la misma manera que la familia Arrieta, tan al parecer sólida y bien estructurada. Como un castillo de arena arrastrado por la marea.  Al pasar cada tanto frente a la augusta casa que se mantuvo mucho más que la familia, años después, cuando hacía rato que había dejado el barrio, Pascual seguía aprendiendo acerca de la nostalgia.   En especial, cuando al levantar los ojos por encima del garaje, se perdía en la ventanita del altillo donde las chicas estudiaban.
    Cada tanto, muy de tanto en tanto, se encontraba con una Anita sobreviviente, siempre envuelta en chales volanderos,  en alguna terraza tomando café, discutiendo arduamente de política. La que fuera una jovencita devota se había despojado de la fé y militaba en el Partido Comunista, algo que sin duda habría espantado a su madre. Y fue precisamente bajo un régimen de dictadura, cuando ya los dos tenían algunas canas, en que se dio un inesperado, fulgurante encuentro entre los dos. Anita en banda, bajo la mira de milicos, cambiaba seguido de pensión y fue en una de la Ciudad Vieja donde ambos coincidieron. Era diciembre, faltando muy pocos días para la Navidad, cuando dieron uno con otro en uno de los pasillos del envejecido edificio. Edificio que había conocido glorias de hotel elegante, con pretenciones de art nouveau. En la época del tal encuentro, los refugiados habitantes solamente tenían todavía el bienestar del agua corriente. La luz había sido cortada y se movían como fantasmas, con faroles y linternas.
-          Fijate dónde vinimos a parar – dijo Anita muerta de risa, pasada la sorpresa. Porque dicho encuentro  tuvo su magia. Moviéndose a tientas en el más que penumbroso corredor, palpando las paredes para guiarse hasta las desvencijadas puertas de sus cuartos, sus manos se encontraron. Las manos fueron las primeras en sorprenderse. Una asombraba por su inesperada suavidad, libre de anillos, y la otra por su tamaño y muy trabajada palma. Los dedos quedaron entrelazados sobre la pared, y Pascual y Anita quedaron muy quietos, sin aliento casi, porque extrañamente las manos no quisieron soltarse. Sólo cuando otro inquilino pasó despacio, con un farol, se vieron las caras.
-          Las vueltas de la vida, primo Pascual....Vení a mi cuarto. Se me terminaron las pilas de la linterna pero tengo muchas velas. Nó para rezar por cierto. Y algo de vino, también.
-          Prefiero café, si tenés...
-          Si, claro. 
        Iluminada por las velas, Anita ya no se veía como diosa pero sí como una mujer que, de alguna manera, siempre sería hermosa. Las líneas azules de la frente mucho más marcadas en el rostro enflaquecido y los ojos igualmente brillantes. La suave luz convertía en tenues reflejos las canas, y disimulaba la modestia del atuendo, una camisa gastada y un jean descolorido. No dijo una palabra mientras batía el café instantáneo y el agua se calentaba sobre la garrafita de gas.  La luz también atenuaba la decadencia del cuarto y parecía avivar ligeramente ciertas molduras, ciertas tallas en las paredes y el arco elegante del pequeño balcón.
-          Si. Este fue un lugar hermoso, refinado. Papá solía decir que era el edificio más hermoso de la Ciudad Vieja. Pero...lo dejaron morir...como tantas cosas – dijo Anita alcanzándole la taza y como si hubiera adivinado sus pensamientos.
-          Tu padre....
-          Murió. De un infarto. No volvió a ser feliz. Y perder aquella casa, finalmente....
-          Paso a veces. La miro.
-          Yo no. No quiero verla más. Mamá parecía sostener todo aquel mundo encantado...Murió y todo se cayó.
-          Supe de tu hermana....
-          Ese es otro motivo para borrar la casa. Yo la encontré. Asfixiada. La cabeza en una bolsa de plástico. Y éso....no lo puedo borrar, Pascual. Es el peor fantasma. Ahí me enojé con Dios. Definitivamente.
-          Recuerdo a Susana como...muy buena. Quería mucho a los animales...El jardín del fondo lo cuidaba ella, no?
-          Era...buena, si. Pero la bondad no la hizo merecedora del amor de un hombre. Ustedes sólo miran por fuera. Y...desgraciadamente, se enamoró de un idiota. Uno de ésos, bello como un vikingo y sin nada en la cabeza ni en el corazón. Pero...lo suficientemente astuto como para jugar con ella y apostar por su amor como en un torneo. Te juro que....Pude matarlo. Y vos, Pascual? Todavía sos cura?
-          No. Rompí con la Iglesia.
-          Ah...
-          Pero no con Cristo.
-          El es otra cosa. Si hubiera vuelto por aquí ya lo habrían fusilado o tirado de un avión. Yo tuve una maestra de gimnasia consciente, hija de un gran periodista que también voló...que solía decir que ni el cristianismo ni el marxismo se habían podido realizar. Y así estamos.  Tu mamá murió, también....
-          Si. Hace años. Por eso pude consagrarme. Ella me tenía sólo a mí.
De pronto fueron conscientes de que habían llenado el cuarto de fantasmas y se quedaron callados en la penumbra.
-          Y vos, Anita? – dijo finalmente Pascual.
-          Yo... Camino sobre un abismo. Hace rato.
-           Te siguen?
-          Supongo que si. Me detuvieron un par de veces...pero ya ves. Estoy aquí. Pero sé que no puedo quedarme demasiado en el mismo lugar. Además...me quedé sin empleo cuando cerraron nuestro diario. Y ahora...agarro alguna que otra traducción, cuando puedo... – y Anita soltó la risa – Imaginate mi trabajo a la luz de estas velas....
-          Y el amor?
-          El amor? A cuál te referís?  Yo...estoy llena de amor, Pascual.
-          Al de un hombre, me refiero.
-          Ah...ése. Ya fue. Y tú, Pascual? Tenés mujer?
-          No.
-          Pero supongo que alguna vez te habrás enamorado...
-          Una vez.
Anita se dio cuenta que era mejor callar. Y así quedaron, en silencio, mirando sus caras que parecían desvanecerse a medida que se consumían las velas.
-          Y...qué hacés, Pascual? Para vivir, digo.Tenés trabajo ahora que ya no sos pupilo de la Iglesia?
-          Tengo. Pero hablemos de eso otro día. Ahora estoy cansado.
-          Que sea pronto, primo. No sé cuánto podré quedarme aquí. Además..me parece que están por cortar el agua – alcanzó a decir Anita cuando Pascual ya estaba de vuelta en el corredor.
        Como huyendo llegó a su cuarto y la total oscuridad le pareció un alivio. A tientas encontró su cama y se dejó caer, sin desvestirse. Entonces se dio cuenta de que estaba temblando.
        En los días siguientes hizo todo lo posible por mantenerse invisible. Porque lo que alguna vez fue deslumbramiento se le había vuelto tormento. Lo espantaba imaginar, tan sólo, el peso y el roce de sus manos llenas de cicatrices sobre aquel campo de piel semejante a leche. Y sólo la densa pared entre ambos. Anita, que ya no era una mujer al lado de un chico. Y el hombre que ahora era él. Un hombre cociéndose a fuego lento, temeroso de la levedad de sus límites.
         Sería ya el 23 de diciembre cuando Pascual, llegando muy cansado de la calle, la mochila casi doblándole la espalda, y más cansado todavía por el revuelo de la calle donde la gente se preparaba para la Navidad simulando que todo estaba bien, se cruzó con la encargada del edificio.
-          Junte toda el agua que pueda porque mañana la cortan. Esto ya ni pensión de mala muerte parece. Es un tugurio y yo...me las tomo -  dijo la mujer como faltándole el aire.
-          No creo que me quede mucho, ya. Pero...gracias.
-          Una cosa más – agregó la encargada, cerrándole el paso y bajando la voz  -  Si puede...haga algo por esa parienta suya, la tal Anita. Toma de más y hace mucho escándalo.
-          No me di cuenta.
-          Yo sé lo que le digo. No le conviene llamar la atención.
-          Apenas tengo trato con ella. No nos hemos visto por años.
-          Haga lo que quiera. Pero preguntan demasiado por ella. De cualquier manera – y la encargada se fue alejando por el corredor – este barco se va a pique y las ratas saldrán disparando.
        " Entonces...no hay nada qué hacer " , se dijo Pascual encerrándose en su cuarto. Con el resto de luz que entraba por la ventana, abrió la mochila y desplegó sus herramientas sobre el catre, repasándolas y limpiándolas un poco. El arma fue lo último que sacó.

            Sería cerca de medianoche cuando golpearon su puerta. Abrió y se encontró con Anita en camisón, con una vela en la mano. Medio dormido y semi desnudo con no más que un pantalón de gimnasia viejo, Pascual se la quedó mirando.
-          No tenés nada de luz? – dijo ella.
-          Estaba tratando de dormir.
-          Puedo entrar?
Pascual se hizo a un lado y Anita se sentó en el borde de la cama. El se mantuvo de pie, mirándola. Era como una aparecida. La luz de la vela, agitándose sobre su cara la hacía ver como si ya no tuviera consistencia y fuera a deshacerse en la oscuridad.
-          Pude darme un baño. Mañana cortan el agua.
-          Si. Ya me avisaron.
Entonces, Anita se paró y dejó la vela en la mesa donde estaban los libros de Pascual.
-          Seguro que son tus libros de oraciones – dijo riéndose -  Puedo mirar?
-          No.
-          Te estoy molestando.
-          No.
-          Todo "no". Qué pasa contigo?
Anita se acercó a Pascual y le pasó un dedo por el cuello. Muy despacio. Y él dio un paso atrás.
-          Qué hacés?
-          Vamos...no es un cuchillo...Es mi mano, nada más. Vos me tenés miedo, Pascual?
Sólo entonces y por el olor, él se dio cuenta que ella estaba borracha. Pero se sostenía bien.
-          Anita...es mejor que te vayas a tu cuarto y trates de dormir.
-          Dormir...Quién dijo que quiero dormir? Además...no puedo. Tengo prohibido dormir.
-          Quién te prohíbe dormir?
-          Yo. Yo misma. Si duermo...no vivo.
-          Claro que vivís. Sólo perdés la conciencia, Anita.
-          Eso mismo. No quiero perder la conciencia. Tengo que estar alerta. Vigilar.
Riendo suavemente se echó sobre el pecho de Pascual.
-          Vigilar. Vigilia. Vigilar, Pascual. Tenés el pecho caliente, primo. Buena pinta. Cuánto hace que no hacés...el amor?
-          Vamos, Anita. Andate. Por favor.
-          Claro que sí. Sólo vine a invitarte. Mañana es Noche Buena. Unos amigos...pocos...van a venir a mi cuarto a tomar unos vinos. Traete algo dulce. Un pan....o algún turrón....El de Jijona me gusta. No dejes de venir,Pascual. Porque nunca se sabe.
-          Nunca se sabe...qué?
-          Podría ser la última Noche Buena. Juntos, quiero decir...Hace tanto que Polo se esfumó...En realidad sólo me vas quedando tú...Pascual...Así son las cosas – murmuró apenas – Todo el mundo se va.
        Suavemente la fue sacando del cuarto, una mano en su brazo y la vela agonizante en la otra. En la mitad del pasillo ella pareció perder fuerza. Se dejó caer y murmuró:
-          Dejame aquí.  El piso está fresco. No te preocupes, primo. Estoy bien.


La mañana del 24 apareció lluviosa. Pascual no salió a trabajar sino a caminar. Un tranco sereno, sin rumbo, ligeramente divertido entre la gente que apresuraba sus compras y cruzaba saludos. Se sintió envuelto en un río que sólo arrastraba despojos de tradición. De pronto se encontró con el fantasma amable de su madre armándole el pesebre. Ella era fiel. Nunca pudo comprarle un árbol de Navidad aunque quizá fue más probable que no quisiera. Le gustaba extender arena y papel de roca en aquel estante de la biblioteca, levantar el pueblito en el horizonte de papel azul donde pegaba la luna y las estrellas. Tomó conciencia por primera vez, a tanta distancia, del celo de su madre por cuidar el encanto.  Cada año crecía la fauna extraña y variada que acompañaba a pastores, reyes y fieles de todas clases, apiñándose para contemplar el milagro de aquel niño maravilloso reposando en un lecho de viruta, demasiado grande en relación a la madre envuelta en un manto de verdad, de algún tul que se renovaba siempre, con un José un tanto apartado y más chico todavía. Lo más grande de todo era la estrella guía y el ángel de las alabanzas, con alas tan grandes y pesadas que a veces se desprendía del papel que hacía de gruta y, cayendo sobre el niño, le parecía a Pascual que en realidad se soltaba para besarlo. Recordó la primera vez que su madre lo llamó para ver el nacimiento y su azoramiento por aquellos lagos de espejo, con patos de celuloide que él se creyó verdaderos. También recordó con una sonrisa su inocencia al intentar meter el dedo en esos lagos y cómo jamás dudó de la explicación de su madre.
-          Es que están helados, Pascual. Es invierno ahí, hace mucho frío.
        Y, en verdad, todo estaba salpicado de nieve. Una nieve que a veces era harina y otras talco.
     Se acordó de pronto de la invitación de Anita y se metió en un supermercado para comprarle algo. No le encontraba sentido a lo de reunirse para tomar algunos vinos de la misma manera que se había ido enfriando con las visitas a los templos. Creía, sin embargo, que aún era un hombre de Dios. Pero no de iglesia como le había dicho a Anita. Cualquier mesa podía convertirse en altar y, posiblemente su madre, al amasar el pan y ponerlo en la mesa y al ofrecerle aquel rescoldito de vino...consagrara más que él. Hasta la palabra Dios le parecía extraña, limitada. Porque sentía cada vez con más fuerza que no tenía la menor idea de qué cosa fuera Eso tan incomparable, tan desconocido y misterioso.  No podía encontrarlo entre las imágenes pero si en la playa, sentado en la orilla cuando soplaba el viento, o entre los árboles del parque cuando el follaje gemía. A veces le resultaba insoportable todo aquel amor inexplicable hacia algo que podía estar en todas partes o en ninguna. Eso que no obedecía a ritos y a liturgias pero que se le aposentaba en el corazón haciendo uso de su cuerpo, tomándolo como dueño absoluto. Por eso se había entregado a la tierra. Cuidaba con un esmero que asombraba los jardines de los ricos, combinando arbustos, arbolillos y flores, desplegando mantos de exquisita hierba. Pero le gustaba más limpiar terrenos baldíos y plantar con los chicos cuanto se pudiera comer. En eso no tenía tanto éxito porque poca gente entendía y lo veían como un intruso, como una molestia. Pero Pascual, sembrador  por vocación, dejaba semillas donde podía, en la tierra y en el alma de algún chico que otro. Sabía que no era mucho más lo que podía hacer un hombre. Y detestaba cualquier clase de proselitismo. En la tierra respondiendo, en todo lo que germinaba, en todas aquellas epifanías vegetales...descubría una revelación. No entendía pero sabía que vivía con algo y para algo verdadero que lo trascendía en todo y que lo habitaba todo. Pero, a veces, y lo espantaba, encontraba armas en las manos de los chicos. Se ingeniaba entonces para cambiarlas por comida. O para robarlas. Muchas terminaban en el río. Pero...allí donde las descubría no podía volver. Para muchos era  ya un ladrón de ladrones o un loco. Y no ignoraba que podían matarlo por eso.
    
      Cuando volvió con el turrón se encontró con que algunos estaban dejando el hotel.
-          Ya no hay agua – le decían al cruzarse con él en la escalera, arrastrando cajas y bultos.
Pascual  estaba pronto para cualquier cambio y siempre supo que no se quedaría mucho allí. Para uno que anda ligero de equipaje no hay demasiado problema en dejar un lugar por otro. Subió pensando en Anita, en donde iría aquella mujercita perseguida y alocada. Y cuando entró en su pieza, la sorprendió con el revólver entre las manos.
-          Esto no me lo esperaba, primo. En qué andás? En la subversión, también?
-          Y tú que estás haciendo aquí? Soltá eso, Anita  -  respondió Pascual  sintiéndose furioso con su prima.
-          No te enojes. Vine a recordarte la invitación.
-          Y a vaciarme la mochila y...
-          Qué son todas esas herramientas y bolsitas de semillas?
-          No te importa.
-          Pero lo más interesante son tus libros...Jamás pude imaginar que te interesaras por la obra de Mary Shelley – dijo Anita riendo – Pensé encontrar algún breviario y la Biblia.....y me encuentro con una historia de monstruos....
-          Todos guardamos cosas sorprendentes. Algunas muy bien enterradas. Como el castillo que descubrió tu papá.
La sola mención del padre pareció marchitarla  más. Anita soltó el arma sobre la cama y salió.
-          Te espero en mi cuarto luego, a las nueve -  fue todo lo que dijo al alejarse.


           Cerca del atardecer, Pascual se puso el revólver en el bolsillo y se encaminó a la rambla. Cuando cargaba un arma le parecía llevar encima el peso del mundo. Así como, al quitarle las balas y tirarla al mar, le parecía que estaba naciendo de nuevo, libre de toda historia. Después, al soltar una por una cada bala en el agua, le parecía que estaba alimentando a un monstruo a punto de morir. Un monstruo que venía padeciendo una agonía larguísima, que no parecía terminar nunca. Sabía que estaba en peligro. Si lo habían seguido desde el apartado barrio donde hizo el canje con un chico podrían darle una paliza hasta dejarlo medio muerto. Podría defenderse de uno pero dificilmente de dos tipos sin escrúpulos.   Pero si algún tira le encontraba el arma...todavía podía ser peor. Sin embargo nadie pareció seguirlo ni interesarse por su presencia en la rambla. Saludó a algunos pescadores y se fue hasta la escollera más apartada, hacia el oeste, y se internó por ella con paso tranquilo, como un soñador persiguiendo el atardecer. Al mismo tiempo, arma, balas y sol se hundieron en el agua. Pero Pascual no se movió. El cambiante cielo lo retuvo hasta que la contemplación tranquilizó su alerta corazón. Luego, sin prisa,fue volviendo al hotel y pensando, una vez más, en la insignificancia de su acción. Qué relevancia podría tener un arma menos en un mundo que era un arsenal? En alguna parte alguien se estaría riendo de él. Pero...seguramente, Dios no esperaba mucho más de un solo hombre, de un jardinero solitario, desprovisto y vulnerable.
      Cerca de las diez, sin mucho entusiasmo, se fue hasta el cuarto de Anita con el turrón en la mano. Muchas velas encendidas y una rama de acebo en el balcón, reseca, aunque con una cinta roja, eran todo el arreglo navideño.  Pascual se quedó mirando a los cuatro desconocidos, tres hombres y una mujer, que rodeaban a Anita. Cada uno con su copa llena de vino y con un aire de haber tomado mucho, ya.
-          Te invité a las nueve. Y son casi las diez  - dijo Anita y parecía irritada.
-          Disculpen.  Buenas noches. Lo importante es que estaremos juntos a las doce.
          Ninguno respondió.
-          Espero que este turrón te guste.
-          Jijona? Me gusta, Pascual. Es lo más parecido al mazapán o a la Jalvá. En otro tiempo...hace siglos...mis padres llenaban la mesa  de estas cosas...Marrons Glacé....pistachos...panetones...roscas de almendras...champán francés....Ponían la mesa al lado de un árbol de tres metros, en el jardín del fondo...el que cuidaba mi hermana, te acordás, Pascual? Porque éste es primo mío. El primo pobre. En todas las familias hay algún primo pobre que se queda con la boca abierta cuando los ricos celebramos las bodas de Camacho....o las Noches Buenas o Viejas que son casi lo mismo....Todos peleando todo el año aunque...a la hora de comer... todos íntimos. Pero, eso si, las viejas de la familia iban primero a Misa de Gallo y luego devoraban lo que les dejábamos a las dos de la mañana....Y ahora...ahora esto es todo lo que hay .Un turroncito para cinco personas.  Porque éstos sólo trajeron vino. Lo único que quieren es chupar...y un pretexto cualquiera para seguir chupando...
            Pascual, a través de las risas de Anita, percibió una pena profunda que ella jamás admitiría y que sólo el alcohol podía delatar.
-          Pero hay que celebrar. Sabe Dios dónde estaremos dentro de un año.
-          A mí siempre me gustó esto de la Noche Buena y la Navidad – dijo la mujer – Por unos días la gente parece más amable....Y hasta ligás algún regalo...
-          Podríamos jugar a las cartas mientras esperamos la medianoche  - dijo uno de los hombres.
-          Y después ...qué? – dijo otro, mientras el tercero soltaba la risa.
-          Después...nada. Seguís  tomando y comiendo si tenés con qué...o te llevás a alguien a la cama.
         Anita encendió más velas y puso unas cartas españolas sobre la mesa.
-          No sé que será mejor. Jugar...o consultar la suerte...
-          Esta no es noche de brujas...ni de fantasmas. Si quieren voy a buscar alguna pizza... – propuso Pascual.
-          En qué país vivís? Ya está todo cerrado.
-          Para la medianoche tengo un pan dulce reservado – dijo Anita – No hay que desesperar.
-          Y qué es eso de que ésta no es noche de brujas ni de fantasmas?
-          El gallo canta a la medianoche para celebrar el nacimiento del Señor y dispersa a los malos espíritus. Eso dicen. Hasta Shakespeare.
-          Bah...los ingleses siempre creyeron en fantasmas... Yo nunca vi ninguno.
-          Y yo nunca escuché cantar a ningún gallo a la medianoche.
-          Y seguro que a la mañana tampoco.
        Pascual, probando apenas el vino, ajeno al juego, observaba a su prima.
La frente húmeda, los ojos demasiado brillantes, simulaba divertirse pero las manos le temblaban al barajar y la voz se le iba perdiendo. Sin embargo, vestida de blanco, conservaba un rescoldo del esplendor que había deslumbrado al Pascual niño. Ya  no eran aquellas gasas que lucían como el atardecer, sino una blancura de nieve o de hospital. Demasiado blanco confundiéndose con una piel vacía de sangre.  Pero una piel que parecía llamarlo. Como si fuera preciso develar con urgencia si Anita estaba tan fría como esa nieve que la cubría y,  con la misma urgencia, darle aliento hasta despertarle la sangre nuevamente. Una   muñeca de nieve cada vez más embriagada.
-          Hablando de fantasmas y monstruos – dijo Anita de repente – mi padre era experto en desenterrarlos.
-          Nadie habló de monstruos.
-          Dónde está el baño? – dijo uno de los hombres dejando la mesa.
-          Al fondo del corredor, a la izquierda. Llevate una vela.
-          Podríamos hacer cuentos de fantasmas....
-          Hay que terminar el juego, primero...
-          El corredor mete miedo, Anita. Y el baño está cerrado. Tapiado.
-          Entonces tendrás que mear en el balcón – respondió Anita – Aquí nadie se asusta ya de nada.
-          Yo creo que si. Tenemos muchos motivos para espantarnos.
-          De esos motivos no quiero hablar esta noche. Me niego.  Sería mejor creer...aunque fuera por un instante, que hay algo...santo en esta noche.
-          En eso mi primo es experto. No es cierto, Pascual?
-          Anita, por favor...
-          Mi primo se hizo cura...y colgó el hábito. Pero..."sacerdos in eternum".
-          A veces leo la Biblia – dijo alguien. Las velas se extinguían rápido y los rostros se iban fundiendo en la oscuridad. Pascual deseó que la medianoche se apresurara para saludar y desaparecer. El tiempo pasaba y el sinsentido de la reunión aumentaba.
-          A las doce empezará el barullo.Cohetes y luces en el cielo. Y campanas. Estamos muy cerca de la Catedral.
-          Ah...eso de hacer ruido me gusta – dijo Anita, y salió del cuarto con una vela. Volvió casi enseguida y se plantó frente a Pascual.
-          Dónde lo escondiste?
-          Qué cosa?
-          El revólver – dijo Anita bajando la voz pero no lo suficiente.
-          Así que andás armado, vos? – saltó uno de los hombres muy interesado. Y todos miraron a Pascual como si recién lo descubrieran.
-          Basta por hoy, prima. No hay ningún revólver, ya lo viste. Y si quieren hacer ruido rompan las copas o tírense por el balcón.
-          Pero Pascual...
-          Esta reunión no significa nada y es un insulto a la bondad de la noche. Me retiro.  Que lo pasen bien.
         Se volvió a su cuarto con una mezcla intolerable de desencanto y rabia. Sintiéndose muy solo, se postró en la oscuridad  y apoyó la frente en el suelo. Ese gesto casi siempre le despertaba paz. En la rendición total las amenazas se desvanecían. No había más nada que él y el Espíritu. Pero esa noche tardaba en sentirlo. Se puso a repetir como cuando intentaba meditar: "la paz sobre mí, la paz alrededor de mí, la paz bajo mis pies, la paz dentro de mí, la paz en mi corazón, la paz en mis entrañas, la paz inundando y desbordando mi mente, la paz...."
    Volvió sobre sí con la algarabía de la medianoche.  Petardos, cohetes, pitos, campanas. Se fue hasta su ventana con la espalda dolorida, preguntándose qué era, qué significaba todo aquello, si alguien comprendería algo todavía...
     Desganadamente observó toda aquella pirotecnia que se mezclaba con las exclamaciones de Anita y sus amigos en el balcón contiguo. Poco a poco la algarabía fue cediendo. La exitación se fue retirando semejante a la bajamar. Pero en el cuarto de su prima parecía haberse armado una discusión,al parecer estrellaban las copas y luego se sintió un grito. Por un momento Pascual se quedó vacilando entre ir o no porque si era una pelea de borrachos no habría mucho para hacer. Nadie lo llamó tampoco. Hasta que, de pronto, se hizo un silencio prolongado, profundo...que lo  alteró más que el griterío. Después  un portazo y pasos apresurados alejándose...y más silencio. Se le ocurrió que, tal vez, ya no quedaba nadie en el edificio.  "Ahora, sin luz ni agua ni encargada,sin gente que pague, vendrán los que van de tugurio en tugurio, refugiándose hasta que la policía los saca...y el viejo hotel, en pocas semanas, tomará el inconfundible olor de la miseria.Ya veré donde me voy mañana ",se dijo. Y no estaba seguro de querer saber qué haría Anita.
     Estaba a punto de tirarse en la cama cuando escuchó un llanto, como de niño. Se entrecortaba con gemidos y venía de muy cerca.  Pensó en Anita y tomando su linterna se fue hasta su cuarto.
   Estaba tirada en el piso con un tajo en la cara y el vestido manchado de sangre. Al inclinarse sobre ella vió que tenía cortes en las muñecas.
-          La fiesta terminó mal. Dejame sola, Pascual.
-          Hay que parar la sangre, Anita. Qué pasó?  Quién...?
-          Nadie. Yo me lo hice. 
Como los cortes no parecían demasiado profundos, Pascual pudo  parar la sangre y vendar con fuerza las muñecas.
-          Mirá que sos loca! Qué te hubiera pasado si te cortás una arteria?
-          Habría empezado a morir de una manera linda....Si te vas...podría intentarlo de nuevo...Con tu revólver hubiera sido mejor y rápido....
-          No digas más estupideces, Ana. Me dan ganas de pegarte.
-          Uhh....me llamaste Ana....Hace mucho que no me llaman así. Sólo mis amantes....
        Pascual la levantó y se la llevó a su cuarto. La recostó en su cama y le limpió la sangre como pudo, con agua mineral. Se quedó mirándola, luego, viendo como la respiración se iba serenando. Entonces, con suavidad, casi adivinándole la cara en la penumbra, le secó las lágrimas con un pañuelo.
-          Querés un vaso de agua? No tengo café.
-          No quiero nada. Sólo...hablar. A lo mejor...si cuento todo aunque sea una sola vez...pueda seguir viviendo...Si contás siempre las mismas mentiras...la verdad se aleja tanto, tanto...Pero un día descubrí que la mayoría de la gente prefiere cualquier fantasía, prefiere tragarse cualquier fábula...antes que la verdad....Y yo misma....Pero..desde que nos encontramos...no sé qué me pasó. Creo que llegué al límite...
        Pascual, echándose suavemente a su lado, hizo lo que tantas veces había deseado, acariciar la piel cuya blancura se disolvía en la penumbra. La única luz venía de la calle, como asordinada, y la linterna ya casi no tenía pilas. 
-          Por qué no tratás de dormir, mejor? Mañana se verá.
        Pero Anita lo tomó de las manos.
-          No, no. Vos sos cura. Quiero que me escuches.
-          Yo no...
-          Si! Lo sos para siempre. El te tomó. El Cristo, quiero decir.  Y nunca te va a soltar. Así ama. Para siempre.
-          Si es lo que querés...hablá. Como primo tuyo no me puedo negar.
-          Papá...allá en España....desenterró algo que hubiera sido mejor dejar bajo toneladas de arena. Los jardines de Bomarzo parecerían insulsos al lado de lo que encontró.  Tal vez destapó una de las puertas del infierno...
-          No digas tonterías, Anita...
-          El mal existe, Pascual...Y si mi padre fue alguna vez joven de espíritu y bueno...lo que vió lo perdió para siempre. Yo..ahora voy a hacer algo parecido...voy a desenterrar una monstruosidad. No creo que cambies como cambió mi padre.   Aunque por lo que vi en tu mesa..los monstruos te fascinan...
-          No. Me despiertan compasión....
-          Compasión... – dijo ella apoyando las manos de Pascual sobre el pecho – Tal vez ese sea el único bálsamo...posible para mí...
La herida de la cara le volvió a sangrar  y Pascual se quedó mirando, casi adivinando, la tenue línea roja que le bajaba hasta el cuello.
-          Vos te creíste que mi hermanita era buena, no?  - Anita soltó la risa – No era tan buenita, Pascual. Mamá le tenía miedo. Creo que la odiaba porque se dejaba manosear por papá. Si, Pascual, el amante esposo, el marido ejemplar! Debo estar muy vieja o...de verdad a punto de morir para escucharme decir esto. La preciosa familia que vos y tu mamá parecían admirar tanto...nunca fue lo que ustedes creyeron. Y yo estoy desenterrando la verdad, como te dije. Haciendo lo mismo que papá con aquel maldito castillo. Sólo espero que esto no te haga perder el alma. Porque el alma puede morir...como le pasó a él....Y tal vez a mí...y luego a toda la familia...Quizá mamá pudo aliviarlo por un tiempo, pero...lo cierto es que él no quiso saber nada más con muros y menos con cimientos. Aborrecía visitar las obras. Y una cosa pareció segura: lo atraía la fealdad. La belleza parecía espantarlo. Por eso dejó de dormir con mamá y se puso un catre en el estudio. Cómo no le iba a venir un cáncer a mamá? Seguro que vos, como todos, creíste que fue por el suicidio de mi hermana...No, Pascual. Para entonces..ya hacía rato que mamá iba al médico a escondidas.  Sólo yo sabía. Pero...lo que sigue...es mi verdadera confesión, Pascual. Susanita se mató por mi causa.  Se puso loca con aquel rubio que te conté..el que parecía un vikingo, ése que se reía de ella...Pero yo también me volví loca por él, Pascual. Y hacíamos el amor en el mismo altillo donde estudiábamos las dos.
-          Y él? También jugaba contigo?
-          No. El se volvió loco conmigo y se lo dijo a mi hermana. Pero yo negué todo. Era divertido hacerlo a escondidas y, sobre todo, joderla a mi hermana. Pero el rubio convirtió el romance en un melodrama y perdió todo interés para mí. Entonces me casé con el primero que se me puso delante, como para demostrarle a Susanita que lo del vikingo era mentira. Por qué creés que me divorcié tan pronto? Pero...no sirvió de nada. Susanita no me creyó y se mató sobre mi propia cama de soltera. Después...el enamorado de la fealdad, se volvió cada vez más sombrío. Debe haberme odiado por quitarle el objeto de su devoción.  Para entonces...mamá ...definitivamente enferma...ya no simuló salud ni alegría. Ella...ella de verdad merecía otra cosa, Pascual....
-          Y tu hermano?
-          Ah...ése la adoró siempre. Le fue absolutamente leal. Creo que...chico como era...sabía todo lo que pasaba en casa. Era como un brujito. Por eso...apenas pudo, se mandó mudar.De casa, del país, de sí mismo.
-          No supiste más de él?
-          Nada.  Y...después...en la militancia...busqué una especie de redención. Pero...había perdido mi integridad. Fui responsable de una muerte. Y después seguí lastimando a mucha gente....No es extraño que haya venido a parar a este lugar. Sin luz, sin agua, sin vida...
-          Nada hay más importante que la vida.Pero tu hermana puso por encima un amor desafortunado, un amor que se pudo olvidar, y la deslealtad de una hermana que podría perdonarse. Ella eligió morir. Sólo Susana es responsable.
-          No me equivoqué. Quién podría darme algo de paz....consolarme...sino Pascual...aquel niño de mirada pura...? -  dijo Anita, en un suspiro.
         Y ahora que Anita, definitivamente, yacía despojada de su misterio, Pascual sintió que quedaba libre de aquel largo enamoramiento, de aquel resto de devoción por su prima. Le acarició la frente percatándose de que ahora si podría amarla.
-          Podrías absolverme, Pascual?
-          Renuncié a eso, Anita.
-          No se puede. No podés. "  Sacerdos in eternum ".
-          Puedo decirte..."Ego te absolvo", Ana. Si eso querés. Pero..qué cambiaría? Algunos te dirían que Dios ya te perdonó y nos perdonó a todos hace rato...Pero yo no lo se. Siento un extraño amor, una rara pertenencia...pero eso es entre El y yo.  No sé cómo puede resultar contigo.
-          Entonces...debo perderme...
-          No. Ana. Perdonate vos. Si no fuera así...qué valor tendría cualquier absolución? Yo, ahora...puedo darte otra cosa.
-          Qué?
         Pascual no pudo ni quiso decir nada más.  Le bastó verter su amor en aquella boca que tanto había reído, besado, bebido, mentido. Una boca entreabierta, no totalmente fría aún, que le fue entregando su último aliento. Porque las heridas sí eran profundas y la sangre siguió manando dulcemente, dejándole a Pascual tan solo su preciosa muñeca de  nieve.
                    
                         Ángela Cáceres Quintero


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