viernes, 25 de enero de 2013


 …MALDITO BENDITO AMOR

                                              “ Qué rico es el amor poseído cuando hasta su sombra es rica en felicidad ”.
                                          William  Shakespeare

                    La Rueda de la Fortuna ha girado bruscamente. Con brutalidad. El verano no ha comenzado y las hojas se desprenden ya secas de los árboles. Pájaros casi asfixiados caen como rayos, así cruzan ante las ventanas donde agonizan prematuramente las plantas con capullos que han intentado en vano abrir.
      Pero es imperativo simular que todo sigue igual aunque se desmadren los ríos y estallen las represas, aunque llueva en tres días como antes en un año.
     Hay quienes no se dan por enterados, pase lo que pase. Y están los que sufren más porque  han perdido todo y además la esperanza entre sismos y maremotos.
      Los calendarios siguen señalando la inminencia de las Fiestas y muchos todavía se consuelan adornando pinos muertos o artificiales, cuelgan guirnaldas, eligen ropa nueva, compran regalos y los esconden.
     Julia, aunque se va esclareciendo más, lo que no querría , ha decidido limitarse a recoger la flor de cada día por mustia que se vea. De manera que contempla lo inmediato, un horizonte con encuentros de familia, demasiados niños, y una recepción de fin de año en un hotel con pretensiones de palacio donde no se puede saber si será o no la última oportunidad de lucimiento esplendoroso.
     Julia se mira en el espejo. Aun se encuentra bella. Pero no hay demasiada ilusión en su mirada. Saca de su pequeño escritorio una caja llena de fotos. Casi todas son de veinte, treinta años atrás. Se mira en ellas rodeada de amigos, vestida de fiesta o disfrazada y una cierta sonrisa se le escapa. Faltan muchas imágenes. Algunas fueron destrozadas y quemadas minuciosamente, sobre todo aquellas donde la registraron con Víctor. Pero no pudo incinerar el odioso, irresistible sentimiento. No. Reconoce una cierta incandescencia en sus entrañas. La aceptación le fue llegando como el tiempo. Mujer quemada para siempre. Así es y será. Sólo una cosa ha cambiado. Inesperadamente. Y es que Víctor viajará desde Ginebra para encontrase con la familia ahora que el abuelo agoniza pausada, disimuladamente. Volverán a verse. Julia no imaginó que se atreviera a volver. Nunca se pensó frente a él de nuevo, como ahora, volviendo al espejo. El día declina y, en la suave luz que llega de la ventana, la imagen de Julia, de pronto evanescente, simula dar un salto hacia atrás en la línea del tiempo. Podría inventar algún pretexto para no aparecer en la cena de Noche Buena pero al baile de fin de año no podrá faltar porque todos cuentan con su presencia en el escenario. Ha de cantar cuando comience el nuevo año, la canción que la ha hecho famosa. También el abuelo quiere oírla una vez más, vestido de etiqueta, dispuesto a fingir que la vida no termina. Aunque si fuera sólo por el viejo se quedaría muda.
   “Bien, no pensar – se dice, dejándose caer en la cama -  no pensar en Víctor por el momento. Sólo decidir, sólo elegir el vestido”.
 Un vestido como para matar. Como para matarlo a él, ya que no puede matar el maldito amor.

     Al día siguiente, desde la mañana, sale a recorrer boutiques. Se dejó estar con su modista de manera que ha de encontrar algo hecho, lo suficiente bello pero apto para recibir un toque personal. Un vestido que pueda combinar con alguna de las pocas joyas que le quedan. Hay agitación en las calles, el transporte se demora y en el clima de protesta no deja de sentirse extraña. Hay muchos  reclamando una canasta navideña para los más pobres y ella deambula en busca de un vestido. Hasta podría sentirse vana y estúpida. Pero es Víctor volviendo. Víctor atravesando tiempo y espacio cuando ya nadie lo esperaba. Y Julia siente en las entrañas que ha de fraguar su aparición como una estrategia de guerra. Como un castigo, como una venganza.

         Hay un lugar en el tiempo, tal vez no más que en una memoria, donde una y otra vez se repite un encuentro en una playa. La memoria decae, de manera que la silueta de los dos que se miran por primera vez cerca de la orilla sobre la arena húmeda es cada vez más tenue. La delicada rompiente puede verse a través de esos dos cuerpos cada vez más transparentes. Pero aun se reconoce que el hombre es algo más joven que la mujer. Luego de la mirada ella intenta alejarse caminando rápido por la orilla pero él es más rápido y camina delante de ella, volviéndose para mirarla y hablarle, ignorando la fuga. Y así estarán por siglos si es que queda quien mida el tiempo y aunque se vuelvan definitivamente invisibles. Encuentro, mirada, intento de fuga de ella y firme determinación de él se consumaron y nada podría cambiar eso. Nada.
      Después hubo dos encuentros más en el balneario. Una conversación sentados ambos en el auto del padre de él, a la noche, y un paseo largo en bicicleta. La única vez que ella se subió a una milagrosamente. Y luego, por años, los unió una amistad cada vez más profunda, encubriendo sentimientos que ni uno ni otra, por alguna misteriosa razón, se atrevieron a interpretar y menos a expresar.  Cada tanto, sin anunciarse, él llegaba desde Buenos Aires y se presentaba en la casa de ella en Montevideo y ella lo recibía, con el beneplácito de la familia, como un hecho natural, inevitable. Tejían conversaciones larguísimas, llenas de sabor, que se reanudaban con más intensidad en cada visita y se cambiaban libros, voraces lectores ambos. Un día ella lo acompañó al puerto. El abordaría un hidroavión, tal vez el último viaje de una decadente compañía, y ella lo vio alejarse confundida, preguntándose por primera vez qué pasaría después, hacia donde serían conducidos.
   Hubo un largo tiempo de cartas, cartas intensas que luego, de a poco, se fueron espaciando. Después silencio.
     No hubo ya ni cartas, ni llamados, ni fotos, sólo tarjetas de Navidad y cumpleaños casi impersonales que también se fueron demorando hasta desaparecer en tanto la familia iba olvidando al chico simpático y fiel de la otra orilla...menos Julia.
     Posiblemente hubo otra visión, o tal vez varias, del proceso seguido por la amistad de aquel par de jóvenes. El siguió contemplando por largo tiempo a la mujer de la playa, una aparecida de ojos vibrantes que le sostuvo la mirada con cierto atrevimiento para luego fingir una huída. La vio más grande que él, segura de sí, sonriendo con benevolencia como si él no fuera más que un niño. Es cierto que también a él las imágenes se le fueron desvaneciendo hasta perderse en la idea, ya casi abstracta, de una mujer imposible, inaccesible, que jugaba divertida a recibirlo, a escucharlo, a leerle cosas como si estuviera destinada a despertarlo. Pero no más. Después, perdida la esperanza, dejó perder también las ganas de escribirle. Porque no faltaron testigos ofreciendo otras demoradas y gastadas visiones de una relación incompleta, despareja, considerando que ella se iba convirtiendo en una especie de diosa para muchos. Para otros. Jamás para él.

     Seis o siete años después, él reapareció. Repentinamente, también sin anunciarse y no sin haber temido que ella hubiera cambiado de casa. Dejó, en una madrugada, por debajo de la puerta, por las dudas, una tarjeta con la dirección y el teléfono de un hotel del centro, perdido el derecho de tocar el timbre y entrar sin más, como solía. Esperó dos días y, en la mañana del tercero, ella lo llamó sorprendida y acordaron encontrarse tarde, en la noche, como para ir a bailar, algo que nunca habían hecho. Salvo el ligero beso en la mejilla de los saludos, nunca se habían tocado. Y así fue que, en plena pista, ya bailando, al tomarla por la cintura y recostarla a su cuerpo, que se había estirado mucho desde el primer encuentro, él se estremeció  como si nunca hubiera estrechado a una mujer. Pero lo inesperado, lo insólito, fue todo lo que empezó a comunicar el cuerpo y la voz, y la entrecortada respiración de ella. El beso que se dieron más tarde en una de las calles de Punta Carretas, el beso que mas bien se robaron uno al otro, fue lo que el tiempo no pudo vencer, ni despojar del fuego. Por instantes, caminando demudados y encendidos, ella se sintió victoriosa, completamente dueña de él, hasta que él abruptamente le confesó que estaba casado y que su mujer esperaba un hijo.
-          No la amo – dijo - pero la embaracé. Hice lo correcto.
-          ¿A eso viniste, a contarme que hiciste lo correcto?
-          No. Vine por negocios. Pero necesitaba verte una vez más, al menos, Julia. Tampoco estaba seguro de que quisieras verme. Me sorprendió que me llamaras.
-          Ah...te sorprendió. ¿Y ahora qué?
   Julia se sintió caer. El siguió hablando pero ella, a medida que se hundía en su propia sombra, no pudo entender nada más. Cuando reaccionó, estaba en un taxi con un chofer desconcertado porque ella no sabía donde iba. Y la reparación a su imbatible orgullo fue una casi impuesta encamada con el conductor. Lo mismo que si se hubiera vaciado una botella de vodka, o engullido una tosca, quemante grapa, como solían algunos  hombres desesperados.
     Sólo días después supo quién era la mujer de Víctor. La menor de sus propias primas. Una mosca muerta que viajaba por sofisticados talleres y cursillos a Buenos Aires y que alguno vez ofició de correo entre ambos. Después se quedó en la poderosa y contaminada ciudad pero jamás nadie la relacionó con Víctor. Julia intuyó, más tarde, que su prima debió destilar algún veneno en los oídos de Víctor, susurrándole las historias de sus aventuras, que escandalizaban y movían las imaginaciones de la familia. Porque todo lo de Julia era así, ambiguas, confusas historietas de poder sobre hombres descartables.
    Pero con Víctor fue, pudo ser, totalmente diferente.

       La pareja no se dejó ver en Montevideo y al cabo de unos años fue a dar a Suiza, precisamente a Ginebra. Trabajando ambos. Pareció que se hundieron en el olvido y nadie volvió a nombrarlos. Como al hijo que no les llegó a nacer. Hijo o ardid de la intrigante prima como alguno llegó a pensar antes de borrarlos del todo.

     Finalmente, ahora, han de verse por fuerza porque el moribundo abuelo reclama a toda la familia cerca. Y Malena, la insípida nieta menor, cuyos padres no son más que ceniza, no será la excepción, ni su marido. Por eso Julia recorre la ciudad en busca de un vestido. Un vestido de esos que se ponen una sola vez, un vestido memorable.


-          Abuelo...esto será un trago amargo para Julia. ¿Es tan importante para ti ver a Malena, también? Yo ya ni me acuerdo de su cara. Si viene Malena...viene Víctor.
    El abuelo recostado  en una mecedora, la camisa entreabierta y dándose aire con una pantalla, todavía tiene ánimo para reír.
-          Será la lección que Julia merece. Ha caminado sobre mucha gente. Ha bailado cuando muchos agonizaban y se ha vestido de rojo en los velorios. Me hará gracia verla bajar los humos alguna vez.
-          Julia no va a cambiar. Apuñalarle el amor propio no servirá de nada. Y tal vez no resulte nada bueno para el propio Víctor y menos para Malena.
-          Ah....la pequeña hipócrita también merece un sismo. Además, querida Olga, todos ustedes se han vuelto demasiado aburridos. Algo de drama en la familia....me vendrá bien. Tengo que disfrutar mi último acto. Se buenita y haz que me preparen café con hielo y jugo de limón.
          La nieta mayor, la más formal, se aleja moviendo la cabeza pensando que el viejo debiera tener otros pensamientos dadas las circunstancias.
Cuando vuelve con el café el abuelo la mira de otra manera.
-          Olga...ya se me pasó la bronca con Dios. Negociar...deprimirme...no me sirvió de nada. Ahora que empecé a aceptar la muerte...quiero algo de fuego, algo de loca pasión cerca. Pero no te engañes. Los quiero a todos. He sido bastante perverso pero también quiero ser compasivo ahora. Pero no tan compasivo que no me permita divertirme un poco más. Sólo un poco más, Olga. Y no te enojes conmigo.
          Olga le quita el sudor de la frente con un pañuelo delicado y luego lo besa.
-          No puedo enojarme. Todavía eres bastante encantador.
        El viejo ha tomado un color ligeramente verdoso, pierde peso vertiginosamente, huele mal, pero no se sabe cómo consigue alargar ese último acto y mantener demorada a la muerte. Los médicos se asombran, y casi todos están hartos a su alrededor. Salvo Olga.

        Para la Noche Buena han abierto el enorme comedor y aprestado la larguísima mesa. La familia es grande. Se han recibido docenas de flores y obsequios ostentosos entre menudencias que se fueron dejando caer al pie del abeto de siempre, más decaído de Navidad en Navidad y que el viejo nunca permitió tirar. Olga no recuerda otro mientras le instala las luces.
       Tomarán un cóctel media hora antes de la medianoche y la cena se servirá después. Las hijas mayores, la madre de Olga entre ellas, irán a la iglesia, quiera o no el viejo padre, ateo hasta la médula. Una devoción fiel y extraña ya que en muy poco dejan ver la práctica de la fe. Olga se ha hecho un diminuto pesebre junto a su cama porque ella si, aun sin estar segura de nada, siente y celebra en secreto el encanto y el espíritu perdido de la Navidad. Y le gusta imaginar la mesa puesta no para la familia sino para alguna de esa gente hambrienta que duerme en la calle cerca de la mansión del abuelo.



      El 24, la víspera de Navidad, Julia no consigue zafar. El abuelo la ha hecho llamar con insistencia y él mismo la ha llamado exigiendo su presencia.
-          Este año me tienes que traer una caja de marrons-glacé. Como le gustaban a tu abuela.
-          No será fácil conseguirlos, abuelo.
-          Entonces que sea turrón de Jijona  o jalvá. O animales de mazapán.
-          ¿En qué quedamos?
-          En que te ingenies, reina de las nieves. Aquí te espero, cerca de la medianoche. Y nada de ropa loca. La Noche Buena no es la Noche Vieja.


              “Así que “reina de las nieves”, ¿eh? No es una dama amable, abuelo. Podría hacerte pagar todo ese machismo recalcitrante de sultán aun a las puertas de la muerte, viejo patético. Siempre te molestó que siguiera mi santa voluntad y una vez más voy a molestarte, abuelo, como paradigma de la liberación que soy. Si el 31 a la noche volveré a cantar será porque el canto ha sido la última razón de mi vida....después que todo murió. Ya no quedan ilusiones, viejo. Sólo castigos y venganzas”.
         De manera que Julia compró una caja de dátiles y otra de higos abrillantados con nueces que el abuelo odiaba porque se le pegaban a los dientes y se apareció cerca de la una de la mañana cuando estaban por servir los helados, el café y el coñac. Vestida con sus jeans y una blusa negra abierta hasta el ombligo, con media cara cubierta por los lentes oscuros más grandes que encontró y el pelo ceñido, caminó por el costado de la mesa y echó sus regalos  sobre la mesa con la intención de volcar el café sobre el abuelo.
-          Llegas tarde.
-          Lo siento. No encontré lo que querías. Estuve buscando hasta ahora mismo. Así que....espero que te conformes con lo que te traje.
El abuelo empujó a un lado los paquetes. Julia sintió que todos la miraban. Miradas aguzadas y seguramente maliciosas que sólo sintió porque trato de no mirar a nadie deslizando sus ojos por las paredes sin querer saber dónde estaban Víctor y Malena. Como siempre, Olga acudió en su auxilio tomándola de un brazo y haciéndola sentar delante de una colina de crema rusa.
-          Te guardé la cena, por las dudas – le susurró mientras le daba un beso –Feliz Navidad, Julia.
-          Ah, es cierto que hay que saludar. Feliz Navidad a todos, lo merezcan o no – dijo Julia sentándose – Lo siento. No quiero helado ni café. En realidad cené en otra parte.
        Algunas tías se molestaron en responder y pronto todos siguieron conversando sin preocuparse por Julia quien, apenas pudo se fue a la cocina detrás de Olga.
-          No me sigas, Julia. No lo desafíes así. El abuelo se está muriendo.
-          Con mucha energía, por lo visto. ¿Vinieron?
-          Claro. ¿No los viste?
-          No miré a nadie. No quiero verlos.
-          Y tampoco que te vean.
-          Cierto. Perdón, Olga. Sos un ángel. Esta noche no puedo ser amable con nadie, ni siquiera contigo. ¿Ellos...me vieron? ¿Me miraron?
-          ¿Víctor y Malena? Supongo que si.
-          ¿Suponés?
-          Los dos vinieron con lentes negros. Como tú.
-          Ah...la culpa. No pueden mostrar los ojos.
-          ¿Y tú qué, Julia?
-          Yo no oculto mis ojos. Si pudiera me taparía la cara. Pero nadie usa máscaras en Navidad. No quiero que Víctor me vea hasta la noche del 31.
         Olga no pudo menos que reír.
-          ¿Conseguiste lo que querías? ¿Tu vestido para matar?
-          Gasté una fortuna pero lo tengo.
-          ¿Y si ellos no fueran a despedir el año con nosotros?
-          Doy por sentado que si....ya que obedecen las órdenes del abuelo.
-          Julia...no sé si vale la pena. El tiempo hace lo suyo. Tu historia con Víctor es muy vieja ya...y ni él ni tu son los mismos.
-          Te equivocás. Yo soy la misma.
        Olga no pudo retenerla. Julia escapó por la puerta de atrás. Y si los pensamientos se escucharan...por ejemplo los de Víctor... serían algo así como “siempre fugándose, siempre”.   De pronto, mientras ordenaba el coñac, Olga se acordó de una omisión. “Me olvidé de decirle que no vinieron solos” , se dijo.


              La Noche Vieja el hotel que fundara el padre del abuelo resplandecía. Una imitación perfecta de los hoteles de lujo europeos de comienzos del siglo XX.  Dos generaciones de ejecutivos llenaban con sus mujeres y sus hijos el salón de baile. El abuelo sólo permitía orquestas y tenían que ser de primera. Pagaba bien pero muchos músicos respondían porque  adoraban a Julia. Porque Julia ponía todo lo que tenía en su canto. Sacaba la voz de una hondura que mareaba a los hombres y  ponía incómodas y celosas a las mujeres. Cantaba con la pasión, la furia y el dolor de una Billie Holiday aunque a su propia manera. Algunos decían que merecía ser negra. Porque ese fuego que tenía, cuando la tomaba toda, hacía arder los escenarios. Y Julia quería un incendio esa noche. Y si para quemar a uno tenía que quemarlos a todos...así sería.
      Su habitación tenía un enorme balcón sobre la rambla. Un balcón que miraba al oeste y se estuvo mirando la puesta del sol sobre el río mar. El sol, rojo como nunca, le prendió fuego al cielo y Julia lo sintió su cómplice, como si le prometiera algo.
-          Hermano sol, quiero brillar como tú – le dijo Julia, sonriendo al ocaso, segura de ser escuchada.
        Temprano había estado probando las luces en el escenario y casi volvió loco al iluminador hasta que dio con lo que quería. Un resplandor moderado que la cubriera como una luna llena. Sabía que su voz tenía mucho más poder que su rostro, y de su cuerpo se encargaría el vestido lleno de delgados metales, de lentejuelas como escamas, como diminutos espejos que se clavarían en su carne.
-          La luz no debe revelar mi cara, Juan. Mi cara debe aparecer como una sugerencia apenas. Y quiero que de sobre mi cuerpo...con la levedad de una primera caricia..¿me podés entender?
         Y Julia sabía que Juan podía entenderla y que haría cualquier magia por ella. Como tantos que la habían amado en secreto y sin esperanza. Sólo que Juan era fiel, puntual como el sol, como la muerte.

        Una sola vez Juan la tuvo. Sólo que ella tan mareada de alcohol, sol y victorias ni se enteró. Fue en el tiempo de su esplendor, veinte años atrás, en Punta del Este. Estaban en el hotel San Rafael, casi amaneciendo, y ella de puro tomar no conocía nada ni a ella misma, con todo el sol en la cabeza por añadidura y en la piel, quemante de puro oro como su pelo. Juan la había sacado del escenario ya por completo alterada y se había resignado a seguirla por varios boliches de moda hasta que se le quedó sin sentido en los brazos y terminó llevándola al hotel y metiéndola en la cama. Juan jamás se habría atrevido a tocarla sino fuera que ella misma sin saber con quien estaba lo obligó a sacarle el vestido y se abrazó a él arrastrándolo sobre las sábanas de seda y besándolo sin saber a quien besaba salvo a su propia desesperación o al más perdido amor. El conoció una manera de amar terrible, casi asesina y se entregó con la misma voluntad de morir allí si  así fuera necesario. Se devoraron uno al otro y no salieron indemnes ni las uñas ni los cabellos y los labios sangraron, los dientes crujieron y la piel de una y otro quedo llena de huellas moradas y dolientes como el mismo amor. Cuando ella cayó vencida y profundamente dormida, Juan volvió a la realidad. La miró largo rato y luego se vistió y se fue con su definitivo secreto. Ella recordó siempre, pero como quien recuerda un sueño, al amante anónimo sin sospechar jamás de Juan. Y finalmente dudó de su misma existencia como si aquel amor fuera elaboración de su propia locura. Cierto que por días su cuerpo dio cuenta de la verdad pero como nadie volvió a reclamarle esa pasión terminó pensando que ella misma se había lastimado, loca como vivía.


      Pero esas historias poco a poco dejaron de suceder y hasta con el tiempo se volvieron irreales. Sólo quedó el talento, el arte de Julia madurando. Y hasta se fue aproximando un tiempo distinto en que comenzó a desear dejar su canto, ese tiempo en que deseaba estar sola, absorta en sí misma, sin saber muy bien qué era lo que la transformaba. Sólo iba quedando la antigua rabia, el viejo despecho, el lastimado y único amor.

        A las once de la noche la comparsa familiar llegó al hotel. El abuelo, como un padrino, fue rodeado con simulada reverencia por antiguos socios y adversarios domesticados y sus mujeres y sus hijos. Eligió el mejor lugar frente al escenario y solo admitió a su nieta Olga a su lado.
-          Confesá abuelo que admirás a Julia.
-          Veremos si conserva la voz...
-          Canta menos pero mejor que nunca.
-          ¡ Bah, bah...es una inconveniente mujer. Una brillante prostituta. La oveja más negra de esta familia.
-          Yo no la llamaría así. Jamás recibió dinero de un hombre, abuelo.
-          ¿Y cómo la llamo? ¿Perdida, loca...?
-          Loca estaría bien. Y tiene a quien salir. No creo que desconozco tus hazañas....
-          Ah...eso fue en la antigua era...
-          ¿Y qué pasaría si te diera el cuero todavía? ¿Por qué fingirte duro con ella? Por lo que sé sólo has admirado a las mujeres como Julia.
-          ¿Con quién podría pelear si no? Tuve que soportar a todas esas beatas catoliconas de mis hijas, aburridas como la madre.
-          ¿Te obligó alguien a casarte con la abuela?
-          Así eran las cosas antes. Tenías que casarte con alguna hembra respetable. Ahora, luego de la revolución de ustedes, nadie se quiere casar sin haberse emputecido primero.
-          Qué lengua, abuelo. Las mujeres tenemos idéntico derecho que ustedes.
  El viejo se echó a reír.
-          ¿Y tú qué? No te conozco aventuras y estás siempre pegada a mí.
-          A nadie le doy el derecho de meterse en mi vida más privada, abuelo. Ni a ti. Y si estoy contigo es porque te quiero. Aunque no sé por qué.
        Olga se puso de pie.
-          ¿Dónde vas? ¿Te enojaste conmigo?
-          Voy a reunirme con Julia. Le prometí ayudarla con el vestido.
-          Querida...es irremediable. Eres la chica buena de la familia.
        Apenas Olga se alejó, el abuelo hizo señas a Víctor y a Malena.
-    Quiero que vean el show conmigo. Hace tanto que no te veo, nena, que 
      te quiero a mi lado, Malenita. Y a Víctor, claro. Quien diría que el     jovencito porteño terminaría siendo mi nieto. Aprecio Víctor que hayas venido...teniendo en cuenta tu situación...
-          De eso no hablamos nunca, abuelo.
-          Y así se explican muchas cosas, Malenita.
-          Malena, abuelo. Nadie me llama Malenita. Y no me gusta.
-          Si, si. Seguís siendo una chica voluntariosa. Jamás podrías compararte con Julia pero...has mostrado algunas habilidades – susurró el viejo sonriendo, casi pegando los labios a la oreja de Malena.


          Julia estaba a medio vestir sacándose el exceso de maquillaje.
-          Siempre me siento mejor con la cara casi lavada, como a la hora de la verdad – dijo, besando a Olga.
-          ¿Hay algo verdadero en un show?
-          Si y no. Diría que cuando comienzo a cantar, si.
-          Ahora estás demasiado pálida.
-          Mejor. Querría que mi cara fuera transparente.
-          Estás hermosa, Julia...Hagas lo que hagas y haga lo que haga el tiempo contigo.
-          ¿Llegaron? ¿Llegó Víctor?
-          Si. Hay algo que no te dije...
-          Te lo ruego. Por favor. No me digas nada ahora, sea lo que sea.
-          ¿Es cierto que sólo Víctor te ha importado en tantos años?
-          Si. Es extraño, ¿no? No tengo ni idea de cómo hace el amor. Ni creo que me importe. No hubo mas que un beso. Inolvidable.
-          ¿No hubo nadie más?
-          Bueno...si. Hubo. Eso creo. No estoy segura, Olga. Aunque  pudo ser algo que soñé. O un delirio de la imaginación. Fue..hace años, en un tiempo en que tomaba como loca. Pero la verdad es que anduve una semana como si me hubiera atrapado el hombre lobo. Mordida por todas partes.
-          Entonces no lo soñaste, Julia.
-          No se. En todo caso no sé quién fue.
-          ¿Es posible?
-          Te lo juro. No tengo ni idea. Pero...si fue verdadero...nadie, jamás, nunca, me amó así, Olga. Parece que mi destino es perder todo.
        No hablaron más porque de pronto Julia se puso a temblar mientras Olga le ceñía el vestido. Le temblaban las mandíbulas, los dientes, la cara toda.
-          Creo que me voy a morir – dijo al fin Julia, con un suspiro.
-          Claro que no. La orquesta comenzó. Pronto te vendrán a buscar.
Julia salió al balcón y se puso a mirar el cielo.
-          Hoy le pedí brillo al sol. Le rezo a veces. Pero la luna está menguando. Como yo. Como todos nosotros...aunque simulemos no darnos cuenta. Olga...la fiesta se termina, querida. Pronto.
        Olga no respondió. La tomó de un brazo con firmeza y la llevó hasta el escenario.
-          Este es tu lugar, Julia. Tu verdadero lugar. No te lamentes más. Y no castigues a nadie. No tienes ese poder. Sólo canta.

             Cuando Julia llegó al centro del escenario todo pareció detenerse. Por unos segundos la orquesta guardó silencio, la gente, el hotel, hasta la pirotecnia que había comenzado exactamente a la medianoche. Por un instante Julia se quedó sin respiración y estuvo a punto de huir una vez más. Pero el aliento le volvió, hizo una ligera seña a los músicos y comenzó a cantar.
   La oscuridad era absoluta, salvo el suave resplandor que recorría su vestido arrancando destellos al mar de lentejuelas. Apenas se insinuaban las camisas de los músicos, detrás. Y la cara de Julia parecía mantenerse en otra dimensión, como nimbada de incienso.
   Una vez más la epifanía de la diosa.
   Muchos se estremecieron, cada uno a su manera. El abuelo, de feroz orgullo, a punto de pedir la muerte allí mismo, sumergido en esa voz. Cuántos habrían querido atreverse a sacar así su pasión, arrojar así todo lo guardado, arremetiendo con el máximo esplendor de la voz. La voz, casi lo único que no puede mentir. Lo más anudado en la mayoría, lo más débil. Como para dejar que muera el alma. Por eso mismo, a lo largo de dos horas, todo el mundo pareció despertar, resucitar. Las cenizas saltaron y escaparon de las urnas y el incendio deseado se produjo.
      Al final, aturdida por los interminables aplausos y por su propio fuego, al volver las luces, Julia victoriosa bajó del escenario, buscando a Víctor. Miró primero a su abuelo, luego a Malena, casi irreconocible, y finalmente a Víctor. Se balanceó frente a él con una sonrisa malvada para que la inevitable comparación lo matara. Pero el rayo divino la alcanzó. Sólo vio la cara pálida con apenas un rescoldo reconocible de Víctor, una cara cubierta de lágrimas. La cara de un hombre con un bastón blanco apoyado a su lado, la cara de un hombre que sólo podría recordar pero jamás mirar a Julia. Nunca más.

        Se refugió en el escenario, detrás del terciopelo del telón, sin poder sostenerse, buscando, también ciega, un lugar para llorar. Un albergue para algo mucho más triste que la frustración. Eludió el saludo de los músicos y nunca supo cómo se encontró en los brazos de alguien.
        El mismo que una lejana vez había saboreado su pasión, en el mismo anonimato, probó la amargura de su dolor, del espantoso choque con el siempre burlón destino. Tal vez segundos, tal vez largos, extraños minutos como instalados en un tiempo distinto.
    Pero  después, cuando ese tiempo se desvaneció, sintiendo que ya no volvería a tocarla, Juan la dejó  delicadamente en los compasivos brazos de Olga, herida Julia de muerte para siempre.


                                              Ángela Cáceres Quintero                                                                              


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