viernes, 25 de enero de 2013


 …MALDITO BENDITO AMOR

                                              “ Qué rico es el amor poseído cuando hasta su sombra es rica en felicidad ”.
                                          William  Shakespeare

                    La Rueda de la Fortuna ha girado bruscamente. Con brutalidad. El verano no ha comenzado y las hojas se desprenden ya secas de los árboles. Pájaros casi asfixiados caen como rayos, así cruzan ante las ventanas donde agonizan prematuramente las plantas con capullos que han intentado en vano abrir.
      Pero es imperativo simular que todo sigue igual aunque se desmadren los ríos y estallen las represas, aunque llueva en tres días como antes en un año.
     Hay quienes no se dan por enterados, pase lo que pase. Y están los que sufren más porque  han perdido todo y además la esperanza entre sismos y maremotos.
      Los calendarios siguen señalando la inminencia de las Fiestas y muchos todavía se consuelan adornando pinos muertos o artificiales, cuelgan guirnaldas, eligen ropa nueva, compran regalos y los esconden.
     Julia, aunque se va esclareciendo más, lo que no querría , ha decidido limitarse a recoger la flor de cada día por mustia que se vea. De manera que contempla lo inmediato, un horizonte con encuentros de familia, demasiados niños, y una recepción de fin de año en un hotel con pretensiones de palacio donde no se puede saber si será o no la última oportunidad de lucimiento esplendoroso.
     Julia se mira en el espejo. Aun se encuentra bella. Pero no hay demasiada ilusión en su mirada. Saca de su pequeño escritorio una caja llena de fotos. Casi todas son de veinte, treinta años atrás. Se mira en ellas rodeada de amigos, vestida de fiesta o disfrazada y una cierta sonrisa se le escapa. Faltan muchas imágenes. Algunas fueron destrozadas y quemadas minuciosamente, sobre todo aquellas donde la registraron con Víctor. Pero no pudo incinerar el odioso, irresistible sentimiento. No. Reconoce una cierta incandescencia en sus entrañas. La aceptación le fue llegando como el tiempo. Mujer quemada para siempre. Así es y será. Sólo una cosa ha cambiado. Inesperadamente. Y es que Víctor viajará desde Ginebra para encontrase con la familia ahora que el abuelo agoniza pausada, disimuladamente. Volverán a verse. Julia no imaginó que se atreviera a volver. Nunca se pensó frente a él de nuevo, como ahora, volviendo al espejo. El día declina y, en la suave luz que llega de la ventana, la imagen de Julia, de pronto evanescente, simula dar un salto hacia atrás en la línea del tiempo. Podría inventar algún pretexto para no aparecer en la cena de Noche Buena pero al baile de fin de año no podrá faltar porque todos cuentan con su presencia en el escenario. Ha de cantar cuando comience el nuevo año, la canción que la ha hecho famosa. También el abuelo quiere oírla una vez más, vestido de etiqueta, dispuesto a fingir que la vida no termina. Aunque si fuera sólo por el viejo se quedaría muda.
   “Bien, no pensar – se dice, dejándose caer en la cama -  no pensar en Víctor por el momento. Sólo decidir, sólo elegir el vestido”.
 Un vestido como para matar. Como para matarlo a él, ya que no puede matar el maldito amor.

     Al día siguiente, desde la mañana, sale a recorrer boutiques. Se dejó estar con su modista de manera que ha de encontrar algo hecho, lo suficiente bello pero apto para recibir un toque personal. Un vestido que pueda combinar con alguna de las pocas joyas que le quedan. Hay agitación en las calles, el transporte se demora y en el clima de protesta no deja de sentirse extraña. Hay muchos  reclamando una canasta navideña para los más pobres y ella deambula en busca de un vestido. Hasta podría sentirse vana y estúpida. Pero es Víctor volviendo. Víctor atravesando tiempo y espacio cuando ya nadie lo esperaba. Y Julia siente en las entrañas que ha de fraguar su aparición como una estrategia de guerra. Como un castigo, como una venganza.

         Hay un lugar en el tiempo, tal vez no más que en una memoria, donde una y otra vez se repite un encuentro en una playa. La memoria decae, de manera que la silueta de los dos que se miran por primera vez cerca de la orilla sobre la arena húmeda es cada vez más tenue. La delicada rompiente puede verse a través de esos dos cuerpos cada vez más transparentes. Pero aun se reconoce que el hombre es algo más joven que la mujer. Luego de la mirada ella intenta alejarse caminando rápido por la orilla pero él es más rápido y camina delante de ella, volviéndose para mirarla y hablarle, ignorando la fuga. Y así estarán por siglos si es que queda quien mida el tiempo y aunque se vuelvan definitivamente invisibles. Encuentro, mirada, intento de fuga de ella y firme determinación de él se consumaron y nada podría cambiar eso. Nada.
      Después hubo dos encuentros más en el balneario. Una conversación sentados ambos en el auto del padre de él, a la noche, y un paseo largo en bicicleta. La única vez que ella se subió a una milagrosamente. Y luego, por años, los unió una amistad cada vez más profunda, encubriendo sentimientos que ni uno ni otra, por alguna misteriosa razón, se atrevieron a interpretar y menos a expresar.  Cada tanto, sin anunciarse, él llegaba desde Buenos Aires y se presentaba en la casa de ella en Montevideo y ella lo recibía, con el beneplácito de la familia, como un hecho natural, inevitable. Tejían conversaciones larguísimas, llenas de sabor, que se reanudaban con más intensidad en cada visita y se cambiaban libros, voraces lectores ambos. Un día ella lo acompañó al puerto. El abordaría un hidroavión, tal vez el último viaje de una decadente compañía, y ella lo vio alejarse confundida, preguntándose por primera vez qué pasaría después, hacia donde serían conducidos.
   Hubo un largo tiempo de cartas, cartas intensas que luego, de a poco, se fueron espaciando. Después silencio.
     No hubo ya ni cartas, ni llamados, ni fotos, sólo tarjetas de Navidad y cumpleaños casi impersonales que también se fueron demorando hasta desaparecer en tanto la familia iba olvidando al chico simpático y fiel de la otra orilla...menos Julia.
     Posiblemente hubo otra visión, o tal vez varias, del proceso seguido por la amistad de aquel par de jóvenes. El siguió contemplando por largo tiempo a la mujer de la playa, una aparecida de ojos vibrantes que le sostuvo la mirada con cierto atrevimiento para luego fingir una huída. La vio más grande que él, segura de sí, sonriendo con benevolencia como si él no fuera más que un niño. Es cierto que también a él las imágenes se le fueron desvaneciendo hasta perderse en la idea, ya casi abstracta, de una mujer imposible, inaccesible, que jugaba divertida a recibirlo, a escucharlo, a leerle cosas como si estuviera destinada a despertarlo. Pero no más. Después, perdida la esperanza, dejó perder también las ganas de escribirle. Porque no faltaron testigos ofreciendo otras demoradas y gastadas visiones de una relación incompleta, despareja, considerando que ella se iba convirtiendo en una especie de diosa para muchos. Para otros. Jamás para él.

     Seis o siete años después, él reapareció. Repentinamente, también sin anunciarse y no sin haber temido que ella hubiera cambiado de casa. Dejó, en una madrugada, por debajo de la puerta, por las dudas, una tarjeta con la dirección y el teléfono de un hotel del centro, perdido el derecho de tocar el timbre y entrar sin más, como solía. Esperó dos días y, en la mañana del tercero, ella lo llamó sorprendida y acordaron encontrarse tarde, en la noche, como para ir a bailar, algo que nunca habían hecho. Salvo el ligero beso en la mejilla de los saludos, nunca se habían tocado. Y así fue que, en plena pista, ya bailando, al tomarla por la cintura y recostarla a su cuerpo, que se había estirado mucho desde el primer encuentro, él se estremeció  como si nunca hubiera estrechado a una mujer. Pero lo inesperado, lo insólito, fue todo lo que empezó a comunicar el cuerpo y la voz, y la entrecortada respiración de ella. El beso que se dieron más tarde en una de las calles de Punta Carretas, el beso que mas bien se robaron uno al otro, fue lo que el tiempo no pudo vencer, ni despojar del fuego. Por instantes, caminando demudados y encendidos, ella se sintió victoriosa, completamente dueña de él, hasta que él abruptamente le confesó que estaba casado y que su mujer esperaba un hijo.
-          No la amo – dijo - pero la embaracé. Hice lo correcto.
-          ¿A eso viniste, a contarme que hiciste lo correcto?
-          No. Vine por negocios. Pero necesitaba verte una vez más, al menos, Julia. Tampoco estaba seguro de que quisieras verme. Me sorprendió que me llamaras.
-          Ah...te sorprendió. ¿Y ahora qué?
   Julia se sintió caer. El siguió hablando pero ella, a medida que se hundía en su propia sombra, no pudo entender nada más. Cuando reaccionó, estaba en un taxi con un chofer desconcertado porque ella no sabía donde iba. Y la reparación a su imbatible orgullo fue una casi impuesta encamada con el conductor. Lo mismo que si se hubiera vaciado una botella de vodka, o engullido una tosca, quemante grapa, como solían algunos  hombres desesperados.
     Sólo días después supo quién era la mujer de Víctor. La menor de sus propias primas. Una mosca muerta que viajaba por sofisticados talleres y cursillos a Buenos Aires y que alguno vez ofició de correo entre ambos. Después se quedó en la poderosa y contaminada ciudad pero jamás nadie la relacionó con Víctor. Julia intuyó, más tarde, que su prima debió destilar algún veneno en los oídos de Víctor, susurrándole las historias de sus aventuras, que escandalizaban y movían las imaginaciones de la familia. Porque todo lo de Julia era así, ambiguas, confusas historietas de poder sobre hombres descartables.
    Pero con Víctor fue, pudo ser, totalmente diferente.

       La pareja no se dejó ver en Montevideo y al cabo de unos años fue a dar a Suiza, precisamente a Ginebra. Trabajando ambos. Pareció que se hundieron en el olvido y nadie volvió a nombrarlos. Como al hijo que no les llegó a nacer. Hijo o ardid de la intrigante prima como alguno llegó a pensar antes de borrarlos del todo.

     Finalmente, ahora, han de verse por fuerza porque el moribundo abuelo reclama a toda la familia cerca. Y Malena, la insípida nieta menor, cuyos padres no son más que ceniza, no será la excepción, ni su marido. Por eso Julia recorre la ciudad en busca de un vestido. Un vestido de esos que se ponen una sola vez, un vestido memorable.


-          Abuelo...esto será un trago amargo para Julia. ¿Es tan importante para ti ver a Malena, también? Yo ya ni me acuerdo de su cara. Si viene Malena...viene Víctor.
    El abuelo recostado  en una mecedora, la camisa entreabierta y dándose aire con una pantalla, todavía tiene ánimo para reír.
-          Será la lección que Julia merece. Ha caminado sobre mucha gente. Ha bailado cuando muchos agonizaban y se ha vestido de rojo en los velorios. Me hará gracia verla bajar los humos alguna vez.
-          Julia no va a cambiar. Apuñalarle el amor propio no servirá de nada. Y tal vez no resulte nada bueno para el propio Víctor y menos para Malena.
-          Ah....la pequeña hipócrita también merece un sismo. Además, querida Olga, todos ustedes se han vuelto demasiado aburridos. Algo de drama en la familia....me vendrá bien. Tengo que disfrutar mi último acto. Se buenita y haz que me preparen café con hielo y jugo de limón.
          La nieta mayor, la más formal, se aleja moviendo la cabeza pensando que el viejo debiera tener otros pensamientos dadas las circunstancias.
Cuando vuelve con el café el abuelo la mira de otra manera.
-          Olga...ya se me pasó la bronca con Dios. Negociar...deprimirme...no me sirvió de nada. Ahora que empecé a aceptar la muerte...quiero algo de fuego, algo de loca pasión cerca. Pero no te engañes. Los quiero a todos. He sido bastante perverso pero también quiero ser compasivo ahora. Pero no tan compasivo que no me permita divertirme un poco más. Sólo un poco más, Olga. Y no te enojes conmigo.
          Olga le quita el sudor de la frente con un pañuelo delicado y luego lo besa.
-          No puedo enojarme. Todavía eres bastante encantador.
        El viejo ha tomado un color ligeramente verdoso, pierde peso vertiginosamente, huele mal, pero no se sabe cómo consigue alargar ese último acto y mantener demorada a la muerte. Los médicos se asombran, y casi todos están hartos a su alrededor. Salvo Olga.

        Para la Noche Buena han abierto el enorme comedor y aprestado la larguísima mesa. La familia es grande. Se han recibido docenas de flores y obsequios ostentosos entre menudencias que se fueron dejando caer al pie del abeto de siempre, más decaído de Navidad en Navidad y que el viejo nunca permitió tirar. Olga no recuerda otro mientras le instala las luces.
       Tomarán un cóctel media hora antes de la medianoche y la cena se servirá después. Las hijas mayores, la madre de Olga entre ellas, irán a la iglesia, quiera o no el viejo padre, ateo hasta la médula. Una devoción fiel y extraña ya que en muy poco dejan ver la práctica de la fe. Olga se ha hecho un diminuto pesebre junto a su cama porque ella si, aun sin estar segura de nada, siente y celebra en secreto el encanto y el espíritu perdido de la Navidad. Y le gusta imaginar la mesa puesta no para la familia sino para alguna de esa gente hambrienta que duerme en la calle cerca de la mansión del abuelo.



      El 24, la víspera de Navidad, Julia no consigue zafar. El abuelo la ha hecho llamar con insistencia y él mismo la ha llamado exigiendo su presencia.
-          Este año me tienes que traer una caja de marrons-glacé. Como le gustaban a tu abuela.
-          No será fácil conseguirlos, abuelo.
-          Entonces que sea turrón de Jijona  o jalvá. O animales de mazapán.
-          ¿En qué quedamos?
-          En que te ingenies, reina de las nieves. Aquí te espero, cerca de la medianoche. Y nada de ropa loca. La Noche Buena no es la Noche Vieja.


              “Así que “reina de las nieves”, ¿eh? No es una dama amable, abuelo. Podría hacerte pagar todo ese machismo recalcitrante de sultán aun a las puertas de la muerte, viejo patético. Siempre te molestó que siguiera mi santa voluntad y una vez más voy a molestarte, abuelo, como paradigma de la liberación que soy. Si el 31 a la noche volveré a cantar será porque el canto ha sido la última razón de mi vida....después que todo murió. Ya no quedan ilusiones, viejo. Sólo castigos y venganzas”.
         De manera que Julia compró una caja de dátiles y otra de higos abrillantados con nueces que el abuelo odiaba porque se le pegaban a los dientes y se apareció cerca de la una de la mañana cuando estaban por servir los helados, el café y el coñac. Vestida con sus jeans y una blusa negra abierta hasta el ombligo, con media cara cubierta por los lentes oscuros más grandes que encontró y el pelo ceñido, caminó por el costado de la mesa y echó sus regalos  sobre la mesa con la intención de volcar el café sobre el abuelo.
-          Llegas tarde.
-          Lo siento. No encontré lo que querías. Estuve buscando hasta ahora mismo. Así que....espero que te conformes con lo que te traje.
El abuelo empujó a un lado los paquetes. Julia sintió que todos la miraban. Miradas aguzadas y seguramente maliciosas que sólo sintió porque trato de no mirar a nadie deslizando sus ojos por las paredes sin querer saber dónde estaban Víctor y Malena. Como siempre, Olga acudió en su auxilio tomándola de un brazo y haciéndola sentar delante de una colina de crema rusa.
-          Te guardé la cena, por las dudas – le susurró mientras le daba un beso –Feliz Navidad, Julia.
-          Ah, es cierto que hay que saludar. Feliz Navidad a todos, lo merezcan o no – dijo Julia sentándose – Lo siento. No quiero helado ni café. En realidad cené en otra parte.
        Algunas tías se molestaron en responder y pronto todos siguieron conversando sin preocuparse por Julia quien, apenas pudo se fue a la cocina detrás de Olga.
-          No me sigas, Julia. No lo desafíes así. El abuelo se está muriendo.
-          Con mucha energía, por lo visto. ¿Vinieron?
-          Claro. ¿No los viste?
-          No miré a nadie. No quiero verlos.
-          Y tampoco que te vean.
-          Cierto. Perdón, Olga. Sos un ángel. Esta noche no puedo ser amable con nadie, ni siquiera contigo. ¿Ellos...me vieron? ¿Me miraron?
-          ¿Víctor y Malena? Supongo que si.
-          ¿Suponés?
-          Los dos vinieron con lentes negros. Como tú.
-          Ah...la culpa. No pueden mostrar los ojos.
-          ¿Y tú qué, Julia?
-          Yo no oculto mis ojos. Si pudiera me taparía la cara. Pero nadie usa máscaras en Navidad. No quiero que Víctor me vea hasta la noche del 31.
         Olga no pudo menos que reír.
-          ¿Conseguiste lo que querías? ¿Tu vestido para matar?
-          Gasté una fortuna pero lo tengo.
-          ¿Y si ellos no fueran a despedir el año con nosotros?
-          Doy por sentado que si....ya que obedecen las órdenes del abuelo.
-          Julia...no sé si vale la pena. El tiempo hace lo suyo. Tu historia con Víctor es muy vieja ya...y ni él ni tu son los mismos.
-          Te equivocás. Yo soy la misma.
        Olga no pudo retenerla. Julia escapó por la puerta de atrás. Y si los pensamientos se escucharan...por ejemplo los de Víctor... serían algo así como “siempre fugándose, siempre”.   De pronto, mientras ordenaba el coñac, Olga se acordó de una omisión. “Me olvidé de decirle que no vinieron solos” , se dijo.


              La Noche Vieja el hotel que fundara el padre del abuelo resplandecía. Una imitación perfecta de los hoteles de lujo europeos de comienzos del siglo XX.  Dos generaciones de ejecutivos llenaban con sus mujeres y sus hijos el salón de baile. El abuelo sólo permitía orquestas y tenían que ser de primera. Pagaba bien pero muchos músicos respondían porque  adoraban a Julia. Porque Julia ponía todo lo que tenía en su canto. Sacaba la voz de una hondura que mareaba a los hombres y  ponía incómodas y celosas a las mujeres. Cantaba con la pasión, la furia y el dolor de una Billie Holiday aunque a su propia manera. Algunos decían que merecía ser negra. Porque ese fuego que tenía, cuando la tomaba toda, hacía arder los escenarios. Y Julia quería un incendio esa noche. Y si para quemar a uno tenía que quemarlos a todos...así sería.
      Su habitación tenía un enorme balcón sobre la rambla. Un balcón que miraba al oeste y se estuvo mirando la puesta del sol sobre el río mar. El sol, rojo como nunca, le prendió fuego al cielo y Julia lo sintió su cómplice, como si le prometiera algo.
-          Hermano sol, quiero brillar como tú – le dijo Julia, sonriendo al ocaso, segura de ser escuchada.
        Temprano había estado probando las luces en el escenario y casi volvió loco al iluminador hasta que dio con lo que quería. Un resplandor moderado que la cubriera como una luna llena. Sabía que su voz tenía mucho más poder que su rostro, y de su cuerpo se encargaría el vestido lleno de delgados metales, de lentejuelas como escamas, como diminutos espejos que se clavarían en su carne.
-          La luz no debe revelar mi cara, Juan. Mi cara debe aparecer como una sugerencia apenas. Y quiero que de sobre mi cuerpo...con la levedad de una primera caricia..¿me podés entender?
         Y Julia sabía que Juan podía entenderla y que haría cualquier magia por ella. Como tantos que la habían amado en secreto y sin esperanza. Sólo que Juan era fiel, puntual como el sol, como la muerte.

        Una sola vez Juan la tuvo. Sólo que ella tan mareada de alcohol, sol y victorias ni se enteró. Fue en el tiempo de su esplendor, veinte años atrás, en Punta del Este. Estaban en el hotel San Rafael, casi amaneciendo, y ella de puro tomar no conocía nada ni a ella misma, con todo el sol en la cabeza por añadidura y en la piel, quemante de puro oro como su pelo. Juan la había sacado del escenario ya por completo alterada y se había resignado a seguirla por varios boliches de moda hasta que se le quedó sin sentido en los brazos y terminó llevándola al hotel y metiéndola en la cama. Juan jamás se habría atrevido a tocarla sino fuera que ella misma sin saber con quien estaba lo obligó a sacarle el vestido y se abrazó a él arrastrándolo sobre las sábanas de seda y besándolo sin saber a quien besaba salvo a su propia desesperación o al más perdido amor. El conoció una manera de amar terrible, casi asesina y se entregó con la misma voluntad de morir allí si  así fuera necesario. Se devoraron uno al otro y no salieron indemnes ni las uñas ni los cabellos y los labios sangraron, los dientes crujieron y la piel de una y otro quedo llena de huellas moradas y dolientes como el mismo amor. Cuando ella cayó vencida y profundamente dormida, Juan volvió a la realidad. La miró largo rato y luego se vistió y se fue con su definitivo secreto. Ella recordó siempre, pero como quien recuerda un sueño, al amante anónimo sin sospechar jamás de Juan. Y finalmente dudó de su misma existencia como si aquel amor fuera elaboración de su propia locura. Cierto que por días su cuerpo dio cuenta de la verdad pero como nadie volvió a reclamarle esa pasión terminó pensando que ella misma se había lastimado, loca como vivía.


      Pero esas historias poco a poco dejaron de suceder y hasta con el tiempo se volvieron irreales. Sólo quedó el talento, el arte de Julia madurando. Y hasta se fue aproximando un tiempo distinto en que comenzó a desear dejar su canto, ese tiempo en que deseaba estar sola, absorta en sí misma, sin saber muy bien qué era lo que la transformaba. Sólo iba quedando la antigua rabia, el viejo despecho, el lastimado y único amor.

        A las once de la noche la comparsa familiar llegó al hotel. El abuelo, como un padrino, fue rodeado con simulada reverencia por antiguos socios y adversarios domesticados y sus mujeres y sus hijos. Eligió el mejor lugar frente al escenario y solo admitió a su nieta Olga a su lado.
-          Confesá abuelo que admirás a Julia.
-          Veremos si conserva la voz...
-          Canta menos pero mejor que nunca.
-          ¡ Bah, bah...es una inconveniente mujer. Una brillante prostituta. La oveja más negra de esta familia.
-          Yo no la llamaría así. Jamás recibió dinero de un hombre, abuelo.
-          ¿Y cómo la llamo? ¿Perdida, loca...?
-          Loca estaría bien. Y tiene a quien salir. No creo que desconozco tus hazañas....
-          Ah...eso fue en la antigua era...
-          ¿Y qué pasaría si te diera el cuero todavía? ¿Por qué fingirte duro con ella? Por lo que sé sólo has admirado a las mujeres como Julia.
-          ¿Con quién podría pelear si no? Tuve que soportar a todas esas beatas catoliconas de mis hijas, aburridas como la madre.
-          ¿Te obligó alguien a casarte con la abuela?
-          Así eran las cosas antes. Tenías que casarte con alguna hembra respetable. Ahora, luego de la revolución de ustedes, nadie se quiere casar sin haberse emputecido primero.
-          Qué lengua, abuelo. Las mujeres tenemos idéntico derecho que ustedes.
  El viejo se echó a reír.
-          ¿Y tú qué? No te conozco aventuras y estás siempre pegada a mí.
-          A nadie le doy el derecho de meterse en mi vida más privada, abuelo. Ni a ti. Y si estoy contigo es porque te quiero. Aunque no sé por qué.
        Olga se puso de pie.
-          ¿Dónde vas? ¿Te enojaste conmigo?
-          Voy a reunirme con Julia. Le prometí ayudarla con el vestido.
-          Querida...es irremediable. Eres la chica buena de la familia.
        Apenas Olga se alejó, el abuelo hizo señas a Víctor y a Malena.
-    Quiero que vean el show conmigo. Hace tanto que no te veo, nena, que 
      te quiero a mi lado, Malenita. Y a Víctor, claro. Quien diría que el     jovencito porteño terminaría siendo mi nieto. Aprecio Víctor que hayas venido...teniendo en cuenta tu situación...
-          De eso no hablamos nunca, abuelo.
-          Y así se explican muchas cosas, Malenita.
-          Malena, abuelo. Nadie me llama Malenita. Y no me gusta.
-          Si, si. Seguís siendo una chica voluntariosa. Jamás podrías compararte con Julia pero...has mostrado algunas habilidades – susurró el viejo sonriendo, casi pegando los labios a la oreja de Malena.


          Julia estaba a medio vestir sacándose el exceso de maquillaje.
-          Siempre me siento mejor con la cara casi lavada, como a la hora de la verdad – dijo, besando a Olga.
-          ¿Hay algo verdadero en un show?
-          Si y no. Diría que cuando comienzo a cantar, si.
-          Ahora estás demasiado pálida.
-          Mejor. Querría que mi cara fuera transparente.
-          Estás hermosa, Julia...Hagas lo que hagas y haga lo que haga el tiempo contigo.
-          ¿Llegaron? ¿Llegó Víctor?
-          Si. Hay algo que no te dije...
-          Te lo ruego. Por favor. No me digas nada ahora, sea lo que sea.
-          ¿Es cierto que sólo Víctor te ha importado en tantos años?
-          Si. Es extraño, ¿no? No tengo ni idea de cómo hace el amor. Ni creo que me importe. No hubo mas que un beso. Inolvidable.
-          ¿No hubo nadie más?
-          Bueno...si. Hubo. Eso creo. No estoy segura, Olga. Aunque  pudo ser algo que soñé. O un delirio de la imaginación. Fue..hace años, en un tiempo en que tomaba como loca. Pero la verdad es que anduve una semana como si me hubiera atrapado el hombre lobo. Mordida por todas partes.
-          Entonces no lo soñaste, Julia.
-          No se. En todo caso no sé quién fue.
-          ¿Es posible?
-          Te lo juro. No tengo ni idea. Pero...si fue verdadero...nadie, jamás, nunca, me amó así, Olga. Parece que mi destino es perder todo.
        No hablaron más porque de pronto Julia se puso a temblar mientras Olga le ceñía el vestido. Le temblaban las mandíbulas, los dientes, la cara toda.
-          Creo que me voy a morir – dijo al fin Julia, con un suspiro.
-          Claro que no. La orquesta comenzó. Pronto te vendrán a buscar.
Julia salió al balcón y se puso a mirar el cielo.
-          Hoy le pedí brillo al sol. Le rezo a veces. Pero la luna está menguando. Como yo. Como todos nosotros...aunque simulemos no darnos cuenta. Olga...la fiesta se termina, querida. Pronto.
        Olga no respondió. La tomó de un brazo con firmeza y la llevó hasta el escenario.
-          Este es tu lugar, Julia. Tu verdadero lugar. No te lamentes más. Y no castigues a nadie. No tienes ese poder. Sólo canta.

             Cuando Julia llegó al centro del escenario todo pareció detenerse. Por unos segundos la orquesta guardó silencio, la gente, el hotel, hasta la pirotecnia que había comenzado exactamente a la medianoche. Por un instante Julia se quedó sin respiración y estuvo a punto de huir una vez más. Pero el aliento le volvió, hizo una ligera seña a los músicos y comenzó a cantar.
   La oscuridad era absoluta, salvo el suave resplandor que recorría su vestido arrancando destellos al mar de lentejuelas. Apenas se insinuaban las camisas de los músicos, detrás. Y la cara de Julia parecía mantenerse en otra dimensión, como nimbada de incienso.
   Una vez más la epifanía de la diosa.
   Muchos se estremecieron, cada uno a su manera. El abuelo, de feroz orgullo, a punto de pedir la muerte allí mismo, sumergido en esa voz. Cuántos habrían querido atreverse a sacar así su pasión, arrojar así todo lo guardado, arremetiendo con el máximo esplendor de la voz. La voz, casi lo único que no puede mentir. Lo más anudado en la mayoría, lo más débil. Como para dejar que muera el alma. Por eso mismo, a lo largo de dos horas, todo el mundo pareció despertar, resucitar. Las cenizas saltaron y escaparon de las urnas y el incendio deseado se produjo.
      Al final, aturdida por los interminables aplausos y por su propio fuego, al volver las luces, Julia victoriosa bajó del escenario, buscando a Víctor. Miró primero a su abuelo, luego a Malena, casi irreconocible, y finalmente a Víctor. Se balanceó frente a él con una sonrisa malvada para que la inevitable comparación lo matara. Pero el rayo divino la alcanzó. Sólo vio la cara pálida con apenas un rescoldo reconocible de Víctor, una cara cubierta de lágrimas. La cara de un hombre con un bastón blanco apoyado a su lado, la cara de un hombre que sólo podría recordar pero jamás mirar a Julia. Nunca más.

        Se refugió en el escenario, detrás del terciopelo del telón, sin poder sostenerse, buscando, también ciega, un lugar para llorar. Un albergue para algo mucho más triste que la frustración. Eludió el saludo de los músicos y nunca supo cómo se encontró en los brazos de alguien.
        El mismo que una lejana vez había saboreado su pasión, en el mismo anonimato, probó la amargura de su dolor, del espantoso choque con el siempre burlón destino. Tal vez segundos, tal vez largos, extraños minutos como instalados en un tiempo distinto.
    Pero  después, cuando ese tiempo se desvaneció, sintiendo que ya no volvería a tocarla, Juan la dejó  delicadamente en los compasivos brazos de Olga, herida Julia de muerte para siempre.


                                              Ángela Cáceres Quintero                                                                              



                        SUEÑO

           Vivo a dos cuadras de la estación. Las voces de los trenes fugaces, suaves, largas, se vuelven grises como humo y niebla al dispersarse. Ya son parte de mi entorno. Me gustan. Al alejarse dejan algo en mi aliento y baja una tristeza hermosa.
            Anoche soñé que debía ir a la estación muy temprano porque en el primer tren viajaría mi padre. ¿Llegaría para quedarse? ¿Bajaría un instante para saludar? ¿Haría apenas una seña tras la ventanilla? ¿O pasaría sin verme, sin esperar verme, sin saber que yo estaría en la estación?
           Hace muchos años soñé con él de pie junto a un ómnibus de larga distancia a punto de partir. Escuchaba el sonido del motor y trataba de ver sus ojos grises de perro siberiano pero los ocultaba tras unas gafas negras. Yo sentía que me miraba y esperaba que me dijera algo. Pero no lo hizo. Desperté llorando segura de que mi papá moriría hasta que mi madre me hizo escuchar su voz en el teléfono.
            Amanece. Me despierto y urgida por el sueño me visto rápido. Hace frío y me abrigo para caminar hasta la estación. El día ya es de color gris. Si hubo verdad en el sueño, mi padre vendrá en el primer tren. Llego a tiempo. El andén bastante solitario todavía. La voces se adelantan y los primeros vagones aparecen casi vacíos. Se atropella mi pulso mientras las portezuelas se abren. Muy poco movimiento. Cuando siguen su camino no queda nadie en el andén salvo un niño salido del último vagón. “Pobrecito” me pienso mirando la soledad. Ya está. ¿Qué esperaba?  Y dejo la estación. Una vez más me digo que el lenguaje de los sueños es oscuro, no dice todo, quizá no tenga que decir nada.
            Sin embargo apenas me sorprende que una mano muy chica se tome de la mía. Precisamente cuando escucho: “Ángela, ¿me llevás a casa?”

                 Ángela Cáceres Quintero


Premio de narrativa "Atahualpa Yupanqui" (2004, Buenos Aires)


CUENTO DEL ADIÓS

                 Como nube de arena que despliega y levanta y dispersa el viento. Así pasó con la familia de la prima Julia. La prima de más edad de la madre de Pascual Algorta.  Hijo único, solitario, tímido, tuvo un deslumbramiento cuando conoció esa familia.  Recién mudados a la vuelta de su casa, frente al parque, los Arrieta eran cinco. Julia, la madre, exhuberante y desenvuelta, de voz amplia y mucha risa; Santiago, el padre, un arquitecto alto y serio, de poco hablar; luego los tres hijos, Anita, la mayor, alta como el padre, fina como un junco, una piel luminosa, casi transparente, una frente ancha donde casi se adivinaban unos delicadísimos trazos ligeramente azules como un dibujo sobre porcelana y una cabellera larga, esponjosa, oscura como los ojos, más trabajada por el aire que por la manos; Susana, la del medio, precozmente docta, y completamente fea; finalmente, Polo, el hijo tardío de apenas siete años, un castaño travieso intentando ser niño entre grandes.
    La madre llevó a Pascual a conocer a los Arrieta, contenta de tenerlos cerca y pensando que en Polito encontraría un amigo. Pero Pascual tan sólo admiró el conjunto. La familia completa. Una madre, por añadidura un padre y tres hijos. Porque Pascual y su madre eran solos. Y su posible padre no le parecía más que un sueño conversado de vez en cuando. Después  toda su atención fue para Anita. El día que celebraron los diecisiete años de Anita quedó herido de muerte. Nunca más en su vida sentiría lo mismo por una mujer. Todavía bajito, sin el estirón de los trece años, cuando levantó los ojos hacia Anita para darle el beso y el regalo, no vio a la prima grande sino a una diosa. Quedó paralizado, la boca entreabierta, los ojos casi ciegos por el resplandor de la sonriente diosa  nimbada por gasas del mismo color de los atardeceres. Pascual amaba cada puesta de sol porque el parque estaba cerca de una playa pequeña de mirada al oeste y en aquel horizonte ponía cada vez que se escapaba de su casa todos sus sueños y esperanzas.
   Del austero, intimidante arquitecto Arrieta...se decían cosas insólitas, contaba la madre de Pascual. Había trabajado de muy joven en España y había logrado un prematuro renombre por haber desenterrado un castillo extrañamente fortificado, guiándose por un muy antiguo poema para dar con su emplazamiento. Años después, cuando volvió al Río de la Plata para casarse con Julia, la única mujer que amó, sólo tomaba trabajos sencillos, restauraciones, decorados de interiores y nadie logró, ni sus hijos, que se explayara sobre el tal Castillo.Y todo se habría creído una invención si no fuera por las mentas de algunos extranjeros. Pascual solía observarlo con un cierto azoramiento, con los ojos entornados como para que el arquitecto no se diera cuenta. Sin embargo, una vez, se dio vuelta de repente y le lanzó una sonrisa, como si fuera un dardo.
   Observando a esa familia, en tanto crecía, Pascual aprendió muchas cosas, precisamente ésas que suelen omitirse en las conversaciones y, si fuera posible, hasta en los pensamientos. Cuando vió aumentar y madurar la belleza de Anita...supo algo del  devenir. Cuando Susanita se suicidó por un amor no correspondido, al parecer un amor largo y profundo, cavado en un corazón demasiado ignorado por la fealdad de su dueña, Pascual descubrió los finales inesperados, trágicos.  Cuando Julia enfermó de cáncer, o sea cuando todos empezaron a hablar muy bajo a su alrededor, y cuando apenas podía verla desde la puerta semientornada de su dormitorio, confirmó su aprendizaje sobre la finitud pero, además, descubrió las agonías.  Cuando Anita se casó y se divorció en menos de un año, aprendió acerca de las veleidades amorosas.   Y, luego de la muerte de Julia, cuando a los pocos meses el reservado viudo se dejó ver en compañía de algunas mujeres....entendió que los muertos  se van realmente muy lejos y que se pueden olvidar. Y de Polo, con el que nunca pudo hacer amistad, aprendió la rebeldía sin causa. Se dejó crecer el pelo, probó la marihuana y se mandó mudar. Quiere decir que desapareció, sin rastro. Sin pena ni gloria, de la misma manera que la familia Arrieta, tan al parecer sólida y bien estructurada. Como un castillo de arena arrastrado por la marea.  Al pasar cada tanto frente a la augusta casa que se mantuvo mucho más que la familia, años después, cuando hacía rato que había dejado el barrio, Pascual seguía aprendiendo acerca de la nostalgia.   En especial, cuando al levantar los ojos por encima del garaje, se perdía en la ventanita del altillo donde las chicas estudiaban.
    Cada tanto, muy de tanto en tanto, se encontraba con una Anita sobreviviente, siempre envuelta en chales volanderos,  en alguna terraza tomando café, discutiendo arduamente de política. La que fuera una jovencita devota se había despojado de la fé y militaba en el Partido Comunista, algo que sin duda habría espantado a su madre. Y fue precisamente bajo un régimen de dictadura, cuando ya los dos tenían algunas canas, en que se dio un inesperado, fulgurante encuentro entre los dos. Anita en banda, bajo la mira de milicos, cambiaba seguido de pensión y fue en una de la Ciudad Vieja donde ambos coincidieron. Era diciembre, faltando muy pocos días para la Navidad, cuando dieron uno con otro en uno de los pasillos del envejecido edificio. Edificio que había conocido glorias de hotel elegante, con pretenciones de art nouveau. En la época del tal encuentro, los refugiados habitantes solamente tenían todavía el bienestar del agua corriente. La luz había sido cortada y se movían como fantasmas, con faroles y linternas.
-          Fijate dónde vinimos a parar – dijo Anita muerta de risa, pasada la sorpresa. Porque dicho encuentro  tuvo su magia. Moviéndose a tientas en el más que penumbroso corredor, palpando las paredes para guiarse hasta las desvencijadas puertas de sus cuartos, sus manos se encontraron. Las manos fueron las primeras en sorprenderse. Una asombraba por su inesperada suavidad, libre de anillos, y la otra por su tamaño y muy trabajada palma. Los dedos quedaron entrelazados sobre la pared, y Pascual y Anita quedaron muy quietos, sin aliento casi, porque extrañamente las manos no quisieron soltarse. Sólo cuando otro inquilino pasó despacio, con un farol, se vieron las caras.
-          Las vueltas de la vida, primo Pascual....Vení a mi cuarto. Se me terminaron las pilas de la linterna pero tengo muchas velas. Nó para rezar por cierto. Y algo de vino, también.
-          Prefiero café, si tenés...
-          Si, claro. 
        Iluminada por las velas, Anita ya no se veía como diosa pero sí como una mujer que, de alguna manera, siempre sería hermosa. Las líneas azules de la frente mucho más marcadas en el rostro enflaquecido y los ojos igualmente brillantes. La suave luz convertía en tenues reflejos las canas, y disimulaba la modestia del atuendo, una camisa gastada y un jean descolorido. No dijo una palabra mientras batía el café instantáneo y el agua se calentaba sobre la garrafita de gas.  La luz también atenuaba la decadencia del cuarto y parecía avivar ligeramente ciertas molduras, ciertas tallas en las paredes y el arco elegante del pequeño balcón.
-          Si. Este fue un lugar hermoso, refinado. Papá solía decir que era el edificio más hermoso de la Ciudad Vieja. Pero...lo dejaron morir...como tantas cosas – dijo Anita alcanzándole la taza y como si hubiera adivinado sus pensamientos.
-          Tu padre....
-          Murió. De un infarto. No volvió a ser feliz. Y perder aquella casa, finalmente....
-          Paso a veces. La miro.
-          Yo no. No quiero verla más. Mamá parecía sostener todo aquel mundo encantado...Murió y todo se cayó.
-          Supe de tu hermana....
-          Ese es otro motivo para borrar la casa. Yo la encontré. Asfixiada. La cabeza en una bolsa de plástico. Y éso....no lo puedo borrar, Pascual. Es el peor fantasma. Ahí me enojé con Dios. Definitivamente.
-          Recuerdo a Susana como...muy buena. Quería mucho a los animales...El jardín del fondo lo cuidaba ella, no?
-          Era...buena, si. Pero la bondad no la hizo merecedora del amor de un hombre. Ustedes sólo miran por fuera. Y...desgraciadamente, se enamoró de un idiota. Uno de ésos, bello como un vikingo y sin nada en la cabeza ni en el corazón. Pero...lo suficientemente astuto como para jugar con ella y apostar por su amor como en un torneo. Te juro que....Pude matarlo. Y vos, Pascual? Todavía sos cura?
-          No. Rompí con la Iglesia.
-          Ah...
-          Pero no con Cristo.
-          El es otra cosa. Si hubiera vuelto por aquí ya lo habrían fusilado o tirado de un avión. Yo tuve una maestra de gimnasia consciente, hija de un gran periodista que también voló...que solía decir que ni el cristianismo ni el marxismo se habían podido realizar. Y así estamos.  Tu mamá murió, también....
-          Si. Hace años. Por eso pude consagrarme. Ella me tenía sólo a mí.
De pronto fueron conscientes de que habían llenado el cuarto de fantasmas y se quedaron callados en la penumbra.
-          Y vos, Anita? – dijo finalmente Pascual.
-          Yo... Camino sobre un abismo. Hace rato.
-           Te siguen?
-          Supongo que si. Me detuvieron un par de veces...pero ya ves. Estoy aquí. Pero sé que no puedo quedarme demasiado en el mismo lugar. Además...me quedé sin empleo cuando cerraron nuestro diario. Y ahora...agarro alguna que otra traducción, cuando puedo... – y Anita soltó la risa – Imaginate mi trabajo a la luz de estas velas....
-          Y el amor?
-          El amor? A cuál te referís?  Yo...estoy llena de amor, Pascual.
-          Al de un hombre, me refiero.
-          Ah...ése. Ya fue. Y tú, Pascual? Tenés mujer?
-          No.
-          Pero supongo que alguna vez te habrás enamorado...
-          Una vez.
Anita se dio cuenta que era mejor callar. Y así quedaron, en silencio, mirando sus caras que parecían desvanecerse a medida que se consumían las velas.
-          Y...qué hacés, Pascual? Para vivir, digo.Tenés trabajo ahora que ya no sos pupilo de la Iglesia?
-          Tengo. Pero hablemos de eso otro día. Ahora estoy cansado.
-          Que sea pronto, primo. No sé cuánto podré quedarme aquí. Además..me parece que están por cortar el agua – alcanzó a decir Anita cuando Pascual ya estaba de vuelta en el corredor.
        Como huyendo llegó a su cuarto y la total oscuridad le pareció un alivio. A tientas encontró su cama y se dejó caer, sin desvestirse. Entonces se dio cuenta de que estaba temblando.
        En los días siguientes hizo todo lo posible por mantenerse invisible. Porque lo que alguna vez fue deslumbramiento se le había vuelto tormento. Lo espantaba imaginar, tan sólo, el peso y el roce de sus manos llenas de cicatrices sobre aquel campo de piel semejante a leche. Y sólo la densa pared entre ambos. Anita, que ya no era una mujer al lado de un chico. Y el hombre que ahora era él. Un hombre cociéndose a fuego lento, temeroso de la levedad de sus límites.
         Sería ya el 23 de diciembre cuando Pascual, llegando muy cansado de la calle, la mochila casi doblándole la espalda, y más cansado todavía por el revuelo de la calle donde la gente se preparaba para la Navidad simulando que todo estaba bien, se cruzó con la encargada del edificio.
-          Junte toda el agua que pueda porque mañana la cortan. Esto ya ni pensión de mala muerte parece. Es un tugurio y yo...me las tomo -  dijo la mujer como faltándole el aire.
-          No creo que me quede mucho, ya. Pero...gracias.
-          Una cosa más – agregó la encargada, cerrándole el paso y bajando la voz  -  Si puede...haga algo por esa parienta suya, la tal Anita. Toma de más y hace mucho escándalo.
-          No me di cuenta.
-          Yo sé lo que le digo. No le conviene llamar la atención.
-          Apenas tengo trato con ella. No nos hemos visto por años.
-          Haga lo que quiera. Pero preguntan demasiado por ella. De cualquier manera – y la encargada se fue alejando por el corredor – este barco se va a pique y las ratas saldrán disparando.
        " Entonces...no hay nada qué hacer " , se dijo Pascual encerrándose en su cuarto. Con el resto de luz que entraba por la ventana, abrió la mochila y desplegó sus herramientas sobre el catre, repasándolas y limpiándolas un poco. El arma fue lo último que sacó.

            Sería cerca de medianoche cuando golpearon su puerta. Abrió y se encontró con Anita en camisón, con una vela en la mano. Medio dormido y semi desnudo con no más que un pantalón de gimnasia viejo, Pascual se la quedó mirando.
-          No tenés nada de luz? – dijo ella.
-          Estaba tratando de dormir.
-          Puedo entrar?
Pascual se hizo a un lado y Anita se sentó en el borde de la cama. El se mantuvo de pie, mirándola. Era como una aparecida. La luz de la vela, agitándose sobre su cara la hacía ver como si ya no tuviera consistencia y fuera a deshacerse en la oscuridad.
-          Pude darme un baño. Mañana cortan el agua.
-          Si. Ya me avisaron.
Entonces, Anita se paró y dejó la vela en la mesa donde estaban los libros de Pascual.
-          Seguro que son tus libros de oraciones – dijo riéndose -  Puedo mirar?
-          No.
-          Te estoy molestando.
-          No.
-          Todo "no". Qué pasa contigo?
Anita se acercó a Pascual y le pasó un dedo por el cuello. Muy despacio. Y él dio un paso atrás.
-          Qué hacés?
-          Vamos...no es un cuchillo...Es mi mano, nada más. Vos me tenés miedo, Pascual?
Sólo entonces y por el olor, él se dio cuenta que ella estaba borracha. Pero se sostenía bien.
-          Anita...es mejor que te vayas a tu cuarto y trates de dormir.
-          Dormir...Quién dijo que quiero dormir? Además...no puedo. Tengo prohibido dormir.
-          Quién te prohíbe dormir?
-          Yo. Yo misma. Si duermo...no vivo.
-          Claro que vivís. Sólo perdés la conciencia, Anita.
-          Eso mismo. No quiero perder la conciencia. Tengo que estar alerta. Vigilar.
Riendo suavemente se echó sobre el pecho de Pascual.
-          Vigilar. Vigilia. Vigilar, Pascual. Tenés el pecho caliente, primo. Buena pinta. Cuánto hace que no hacés...el amor?
-          Vamos, Anita. Andate. Por favor.
-          Claro que sí. Sólo vine a invitarte. Mañana es Noche Buena. Unos amigos...pocos...van a venir a mi cuarto a tomar unos vinos. Traete algo dulce. Un pan....o algún turrón....El de Jijona me gusta. No dejes de venir,Pascual. Porque nunca se sabe.
-          Nunca se sabe...qué?
-          Podría ser la última Noche Buena. Juntos, quiero decir...Hace tanto que Polo se esfumó...En realidad sólo me vas quedando tú...Pascual...Así son las cosas – murmuró apenas – Todo el mundo se va.
        Suavemente la fue sacando del cuarto, una mano en su brazo y la vela agonizante en la otra. En la mitad del pasillo ella pareció perder fuerza. Se dejó caer y murmuró:
-          Dejame aquí.  El piso está fresco. No te preocupes, primo. Estoy bien.


La mañana del 24 apareció lluviosa. Pascual no salió a trabajar sino a caminar. Un tranco sereno, sin rumbo, ligeramente divertido entre la gente que apresuraba sus compras y cruzaba saludos. Se sintió envuelto en un río que sólo arrastraba despojos de tradición. De pronto se encontró con el fantasma amable de su madre armándole el pesebre. Ella era fiel. Nunca pudo comprarle un árbol de Navidad aunque quizá fue más probable que no quisiera. Le gustaba extender arena y papel de roca en aquel estante de la biblioteca, levantar el pueblito en el horizonte de papel azul donde pegaba la luna y las estrellas. Tomó conciencia por primera vez, a tanta distancia, del celo de su madre por cuidar el encanto.  Cada año crecía la fauna extraña y variada que acompañaba a pastores, reyes y fieles de todas clases, apiñándose para contemplar el milagro de aquel niño maravilloso reposando en un lecho de viruta, demasiado grande en relación a la madre envuelta en un manto de verdad, de algún tul que se renovaba siempre, con un José un tanto apartado y más chico todavía. Lo más grande de todo era la estrella guía y el ángel de las alabanzas, con alas tan grandes y pesadas que a veces se desprendía del papel que hacía de gruta y, cayendo sobre el niño, le parecía a Pascual que en realidad se soltaba para besarlo. Recordó la primera vez que su madre lo llamó para ver el nacimiento y su azoramiento por aquellos lagos de espejo, con patos de celuloide que él se creyó verdaderos. También recordó con una sonrisa su inocencia al intentar meter el dedo en esos lagos y cómo jamás dudó de la explicación de su madre.
-          Es que están helados, Pascual. Es invierno ahí, hace mucho frío.
        Y, en verdad, todo estaba salpicado de nieve. Una nieve que a veces era harina y otras talco.
     Se acordó de pronto de la invitación de Anita y se metió en un supermercado para comprarle algo. No le encontraba sentido a lo de reunirse para tomar algunos vinos de la misma manera que se había ido enfriando con las visitas a los templos. Creía, sin embargo, que aún era un hombre de Dios. Pero no de iglesia como le había dicho a Anita. Cualquier mesa podía convertirse en altar y, posiblemente su madre, al amasar el pan y ponerlo en la mesa y al ofrecerle aquel rescoldito de vino...consagrara más que él. Hasta la palabra Dios le parecía extraña, limitada. Porque sentía cada vez con más fuerza que no tenía la menor idea de qué cosa fuera Eso tan incomparable, tan desconocido y misterioso.  No podía encontrarlo entre las imágenes pero si en la playa, sentado en la orilla cuando soplaba el viento, o entre los árboles del parque cuando el follaje gemía. A veces le resultaba insoportable todo aquel amor inexplicable hacia algo que podía estar en todas partes o en ninguna. Eso que no obedecía a ritos y a liturgias pero que se le aposentaba en el corazón haciendo uso de su cuerpo, tomándolo como dueño absoluto. Por eso se había entregado a la tierra. Cuidaba con un esmero que asombraba los jardines de los ricos, combinando arbustos, arbolillos y flores, desplegando mantos de exquisita hierba. Pero le gustaba más limpiar terrenos baldíos y plantar con los chicos cuanto se pudiera comer. En eso no tenía tanto éxito porque poca gente entendía y lo veían como un intruso, como una molestia. Pero Pascual, sembrador  por vocación, dejaba semillas donde podía, en la tierra y en el alma de algún chico que otro. Sabía que no era mucho más lo que podía hacer un hombre. Y detestaba cualquier clase de proselitismo. En la tierra respondiendo, en todo lo que germinaba, en todas aquellas epifanías vegetales...descubría una revelación. No entendía pero sabía que vivía con algo y para algo verdadero que lo trascendía en todo y que lo habitaba todo. Pero, a veces, y lo espantaba, encontraba armas en las manos de los chicos. Se ingeniaba entonces para cambiarlas por comida. O para robarlas. Muchas terminaban en el río. Pero...allí donde las descubría no podía volver. Para muchos era  ya un ladrón de ladrones o un loco. Y no ignoraba que podían matarlo por eso.
    
      Cuando volvió con el turrón se encontró con que algunos estaban dejando el hotel.
-          Ya no hay agua – le decían al cruzarse con él en la escalera, arrastrando cajas y bultos.
Pascual  estaba pronto para cualquier cambio y siempre supo que no se quedaría mucho allí. Para uno que anda ligero de equipaje no hay demasiado problema en dejar un lugar por otro. Subió pensando en Anita, en donde iría aquella mujercita perseguida y alocada. Y cuando entró en su pieza, la sorprendió con el revólver entre las manos.
-          Esto no me lo esperaba, primo. En qué andás? En la subversión, también?
-          Y tú que estás haciendo aquí? Soltá eso, Anita  -  respondió Pascual  sintiéndose furioso con su prima.
-          No te enojes. Vine a recordarte la invitación.
-          Y a vaciarme la mochila y...
-          Qué son todas esas herramientas y bolsitas de semillas?
-          No te importa.
-          Pero lo más interesante son tus libros...Jamás pude imaginar que te interesaras por la obra de Mary Shelley – dijo Anita riendo – Pensé encontrar algún breviario y la Biblia.....y me encuentro con una historia de monstruos....
-          Todos guardamos cosas sorprendentes. Algunas muy bien enterradas. Como el castillo que descubrió tu papá.
La sola mención del padre pareció marchitarla  más. Anita soltó el arma sobre la cama y salió.
-          Te espero en mi cuarto luego, a las nueve -  fue todo lo que dijo al alejarse.


           Cerca del atardecer, Pascual se puso el revólver en el bolsillo y se encaminó a la rambla. Cuando cargaba un arma le parecía llevar encima el peso del mundo. Así como, al quitarle las balas y tirarla al mar, le parecía que estaba naciendo de nuevo, libre de toda historia. Después, al soltar una por una cada bala en el agua, le parecía que estaba alimentando a un monstruo a punto de morir. Un monstruo que venía padeciendo una agonía larguísima, que no parecía terminar nunca. Sabía que estaba en peligro. Si lo habían seguido desde el apartado barrio donde hizo el canje con un chico podrían darle una paliza hasta dejarlo medio muerto. Podría defenderse de uno pero dificilmente de dos tipos sin escrúpulos.   Pero si algún tira le encontraba el arma...todavía podía ser peor. Sin embargo nadie pareció seguirlo ni interesarse por su presencia en la rambla. Saludó a algunos pescadores y se fue hasta la escollera más apartada, hacia el oeste, y se internó por ella con paso tranquilo, como un soñador persiguiendo el atardecer. Al mismo tiempo, arma, balas y sol se hundieron en el agua. Pero Pascual no se movió. El cambiante cielo lo retuvo hasta que la contemplación tranquilizó su alerta corazón. Luego, sin prisa,fue volviendo al hotel y pensando, una vez más, en la insignificancia de su acción. Qué relevancia podría tener un arma menos en un mundo que era un arsenal? En alguna parte alguien se estaría riendo de él. Pero...seguramente, Dios no esperaba mucho más de un solo hombre, de un jardinero solitario, desprovisto y vulnerable.
      Cerca de las diez, sin mucho entusiasmo, se fue hasta el cuarto de Anita con el turrón en la mano. Muchas velas encendidas y una rama de acebo en el balcón, reseca, aunque con una cinta roja, eran todo el arreglo navideño.  Pascual se quedó mirando a los cuatro desconocidos, tres hombres y una mujer, que rodeaban a Anita. Cada uno con su copa llena de vino y con un aire de haber tomado mucho, ya.
-          Te invité a las nueve. Y son casi las diez  - dijo Anita y parecía irritada.
-          Disculpen.  Buenas noches. Lo importante es que estaremos juntos a las doce.
          Ninguno respondió.
-          Espero que este turrón te guste.
-          Jijona? Me gusta, Pascual. Es lo más parecido al mazapán o a la Jalvá. En otro tiempo...hace siglos...mis padres llenaban la mesa  de estas cosas...Marrons Glacé....pistachos...panetones...roscas de almendras...champán francés....Ponían la mesa al lado de un árbol de tres metros, en el jardín del fondo...el que cuidaba mi hermana, te acordás, Pascual? Porque éste es primo mío. El primo pobre. En todas las familias hay algún primo pobre que se queda con la boca abierta cuando los ricos celebramos las bodas de Camacho....o las Noches Buenas o Viejas que son casi lo mismo....Todos peleando todo el año aunque...a la hora de comer... todos íntimos. Pero, eso si, las viejas de la familia iban primero a Misa de Gallo y luego devoraban lo que les dejábamos a las dos de la mañana....Y ahora...ahora esto es todo lo que hay .Un turroncito para cinco personas.  Porque éstos sólo trajeron vino. Lo único que quieren es chupar...y un pretexto cualquiera para seguir chupando...
            Pascual, a través de las risas de Anita, percibió una pena profunda que ella jamás admitiría y que sólo el alcohol podía delatar.
-          Pero hay que celebrar. Sabe Dios dónde estaremos dentro de un año.
-          A mí siempre me gustó esto de la Noche Buena y la Navidad – dijo la mujer – Por unos días la gente parece más amable....Y hasta ligás algún regalo...
-          Podríamos jugar a las cartas mientras esperamos la medianoche  - dijo uno de los hombres.
-          Y después ...qué? – dijo otro, mientras el tercero soltaba la risa.
-          Después...nada. Seguís  tomando y comiendo si tenés con qué...o te llevás a alguien a la cama.
         Anita encendió más velas y puso unas cartas españolas sobre la mesa.
-          No sé que será mejor. Jugar...o consultar la suerte...
-          Esta no es noche de brujas...ni de fantasmas. Si quieren voy a buscar alguna pizza... – propuso Pascual.
-          En qué país vivís? Ya está todo cerrado.
-          Para la medianoche tengo un pan dulce reservado – dijo Anita – No hay que desesperar.
-          Y qué es eso de que ésta no es noche de brujas ni de fantasmas?
-          El gallo canta a la medianoche para celebrar el nacimiento del Señor y dispersa a los malos espíritus. Eso dicen. Hasta Shakespeare.
-          Bah...los ingleses siempre creyeron en fantasmas... Yo nunca vi ninguno.
-          Y yo nunca escuché cantar a ningún gallo a la medianoche.
-          Y seguro que a la mañana tampoco.
        Pascual, probando apenas el vino, ajeno al juego, observaba a su prima.
La frente húmeda, los ojos demasiado brillantes, simulaba divertirse pero las manos le temblaban al barajar y la voz se le iba perdiendo. Sin embargo, vestida de blanco, conservaba un rescoldo del esplendor que había deslumbrado al Pascual niño. Ya  no eran aquellas gasas que lucían como el atardecer, sino una blancura de nieve o de hospital. Demasiado blanco confundiéndose con una piel vacía de sangre.  Pero una piel que parecía llamarlo. Como si fuera preciso develar con urgencia si Anita estaba tan fría como esa nieve que la cubría y,  con la misma urgencia, darle aliento hasta despertarle la sangre nuevamente. Una   muñeca de nieve cada vez más embriagada.
-          Hablando de fantasmas y monstruos – dijo Anita de repente – mi padre era experto en desenterrarlos.
-          Nadie habló de monstruos.
-          Dónde está el baño? – dijo uno de los hombres dejando la mesa.
-          Al fondo del corredor, a la izquierda. Llevate una vela.
-          Podríamos hacer cuentos de fantasmas....
-          Hay que terminar el juego, primero...
-          El corredor mete miedo, Anita. Y el baño está cerrado. Tapiado.
-          Entonces tendrás que mear en el balcón – respondió Anita – Aquí nadie se asusta ya de nada.
-          Yo creo que si. Tenemos muchos motivos para espantarnos.
-          De esos motivos no quiero hablar esta noche. Me niego.  Sería mejor creer...aunque fuera por un instante, que hay algo...santo en esta noche.
-          En eso mi primo es experto. No es cierto, Pascual?
-          Anita, por favor...
-          Mi primo se hizo cura...y colgó el hábito. Pero..."sacerdos in eternum".
-          A veces leo la Biblia – dijo alguien. Las velas se extinguían rápido y los rostros se iban fundiendo en la oscuridad. Pascual deseó que la medianoche se apresurara para saludar y desaparecer. El tiempo pasaba y el sinsentido de la reunión aumentaba.
-          A las doce empezará el barullo.Cohetes y luces en el cielo. Y campanas. Estamos muy cerca de la Catedral.
-          Ah...eso de hacer ruido me gusta – dijo Anita, y salió del cuarto con una vela. Volvió casi enseguida y se plantó frente a Pascual.
-          Dónde lo escondiste?
-          Qué cosa?
-          El revólver – dijo Anita bajando la voz pero no lo suficiente.
-          Así que andás armado, vos? – saltó uno de los hombres muy interesado. Y todos miraron a Pascual como si recién lo descubrieran.
-          Basta por hoy, prima. No hay ningún revólver, ya lo viste. Y si quieren hacer ruido rompan las copas o tírense por el balcón.
-          Pero Pascual...
-          Esta reunión no significa nada y es un insulto a la bondad de la noche. Me retiro.  Que lo pasen bien.
         Se volvió a su cuarto con una mezcla intolerable de desencanto y rabia. Sintiéndose muy solo, se postró en la oscuridad  y apoyó la frente en el suelo. Ese gesto casi siempre le despertaba paz. En la rendición total las amenazas se desvanecían. No había más nada que él y el Espíritu. Pero esa noche tardaba en sentirlo. Se puso a repetir como cuando intentaba meditar: "la paz sobre mí, la paz alrededor de mí, la paz bajo mis pies, la paz dentro de mí, la paz en mi corazón, la paz en mis entrañas, la paz inundando y desbordando mi mente, la paz...."
    Volvió sobre sí con la algarabía de la medianoche.  Petardos, cohetes, pitos, campanas. Se fue hasta su ventana con la espalda dolorida, preguntándose qué era, qué significaba todo aquello, si alguien comprendería algo todavía...
     Desganadamente observó toda aquella pirotecnia que se mezclaba con las exclamaciones de Anita y sus amigos en el balcón contiguo. Poco a poco la algarabía fue cediendo. La exitación se fue retirando semejante a la bajamar. Pero en el cuarto de su prima parecía haberse armado una discusión,al parecer estrellaban las copas y luego se sintió un grito. Por un momento Pascual se quedó vacilando entre ir o no porque si era una pelea de borrachos no habría mucho para hacer. Nadie lo llamó tampoco. Hasta que, de pronto, se hizo un silencio prolongado, profundo...que lo  alteró más que el griterío. Después  un portazo y pasos apresurados alejándose...y más silencio. Se le ocurrió que, tal vez, ya no quedaba nadie en el edificio.  "Ahora, sin luz ni agua ni encargada,sin gente que pague, vendrán los que van de tugurio en tugurio, refugiándose hasta que la policía los saca...y el viejo hotel, en pocas semanas, tomará el inconfundible olor de la miseria.Ya veré donde me voy mañana ",se dijo. Y no estaba seguro de querer saber qué haría Anita.
     Estaba a punto de tirarse en la cama cuando escuchó un llanto, como de niño. Se entrecortaba con gemidos y venía de muy cerca.  Pensó en Anita y tomando su linterna se fue hasta su cuarto.
   Estaba tirada en el piso con un tajo en la cara y el vestido manchado de sangre. Al inclinarse sobre ella vió que tenía cortes en las muñecas.
-          La fiesta terminó mal. Dejame sola, Pascual.
-          Hay que parar la sangre, Anita. Qué pasó?  Quién...?
-          Nadie. Yo me lo hice. 
Como los cortes no parecían demasiado profundos, Pascual pudo  parar la sangre y vendar con fuerza las muñecas.
-          Mirá que sos loca! Qué te hubiera pasado si te cortás una arteria?
-          Habría empezado a morir de una manera linda....Si te vas...podría intentarlo de nuevo...Con tu revólver hubiera sido mejor y rápido....
-          No digas más estupideces, Ana. Me dan ganas de pegarte.
-          Uhh....me llamaste Ana....Hace mucho que no me llaman así. Sólo mis amantes....
        Pascual la levantó y se la llevó a su cuarto. La recostó en su cama y le limpió la sangre como pudo, con agua mineral. Se quedó mirándola, luego, viendo como la respiración se iba serenando. Entonces, con suavidad, casi adivinándole la cara en la penumbra, le secó las lágrimas con un pañuelo.
-          Querés un vaso de agua? No tengo café.
-          No quiero nada. Sólo...hablar. A lo mejor...si cuento todo aunque sea una sola vez...pueda seguir viviendo...Si contás siempre las mismas mentiras...la verdad se aleja tanto, tanto...Pero un día descubrí que la mayoría de la gente prefiere cualquier fantasía, prefiere tragarse cualquier fábula...antes que la verdad....Y yo misma....Pero..desde que nos encontramos...no sé qué me pasó. Creo que llegué al límite...
        Pascual, echándose suavemente a su lado, hizo lo que tantas veces había deseado, acariciar la piel cuya blancura se disolvía en la penumbra. La única luz venía de la calle, como asordinada, y la linterna ya casi no tenía pilas. 
-          Por qué no tratás de dormir, mejor? Mañana se verá.
        Pero Anita lo tomó de las manos.
-          No, no. Vos sos cura. Quiero que me escuches.
-          Yo no...
-          Si! Lo sos para siempre. El te tomó. El Cristo, quiero decir.  Y nunca te va a soltar. Así ama. Para siempre.
-          Si es lo que querés...hablá. Como primo tuyo no me puedo negar.
-          Papá...allá en España....desenterró algo que hubiera sido mejor dejar bajo toneladas de arena. Los jardines de Bomarzo parecerían insulsos al lado de lo que encontró.  Tal vez destapó una de las puertas del infierno...
-          No digas tonterías, Anita...
-          El mal existe, Pascual...Y si mi padre fue alguna vez joven de espíritu y bueno...lo que vió lo perdió para siempre. Yo..ahora voy a hacer algo parecido...voy a desenterrar una monstruosidad. No creo que cambies como cambió mi padre.   Aunque por lo que vi en tu mesa..los monstruos te fascinan...
-          No. Me despiertan compasión....
-          Compasión... – dijo ella apoyando las manos de Pascual sobre el pecho – Tal vez ese sea el único bálsamo...posible para mí...
La herida de la cara le volvió a sangrar  y Pascual se quedó mirando, casi adivinando, la tenue línea roja que le bajaba hasta el cuello.
-          Vos te creíste que mi hermanita era buena, no?  - Anita soltó la risa – No era tan buenita, Pascual. Mamá le tenía miedo. Creo que la odiaba porque se dejaba manosear por papá. Si, Pascual, el amante esposo, el marido ejemplar! Debo estar muy vieja o...de verdad a punto de morir para escucharme decir esto. La preciosa familia que vos y tu mamá parecían admirar tanto...nunca fue lo que ustedes creyeron. Y yo estoy desenterrando la verdad, como te dije. Haciendo lo mismo que papá con aquel maldito castillo. Sólo espero que esto no te haga perder el alma. Porque el alma puede morir...como le pasó a él....Y tal vez a mí...y luego a toda la familia...Quizá mamá pudo aliviarlo por un tiempo, pero...lo cierto es que él no quiso saber nada más con muros y menos con cimientos. Aborrecía visitar las obras. Y una cosa pareció segura: lo atraía la fealdad. La belleza parecía espantarlo. Por eso dejó de dormir con mamá y se puso un catre en el estudio. Cómo no le iba a venir un cáncer a mamá? Seguro que vos, como todos, creíste que fue por el suicidio de mi hermana...No, Pascual. Para entonces..ya hacía rato que mamá iba al médico a escondidas.  Sólo yo sabía. Pero...lo que sigue...es mi verdadera confesión, Pascual. Susanita se mató por mi causa.  Se puso loca con aquel rubio que te conté..el que parecía un vikingo, ése que se reía de ella...Pero yo también me volví loca por él, Pascual. Y hacíamos el amor en el mismo altillo donde estudiábamos las dos.
-          Y él? También jugaba contigo?
-          No. El se volvió loco conmigo y se lo dijo a mi hermana. Pero yo negué todo. Era divertido hacerlo a escondidas y, sobre todo, joderla a mi hermana. Pero el rubio convirtió el romance en un melodrama y perdió todo interés para mí. Entonces me casé con el primero que se me puso delante, como para demostrarle a Susanita que lo del vikingo era mentira. Por qué creés que me divorcié tan pronto? Pero...no sirvió de nada. Susanita no me creyó y se mató sobre mi propia cama de soltera. Después...el enamorado de la fealdad, se volvió cada vez más sombrío. Debe haberme odiado por quitarle el objeto de su devoción.  Para entonces...mamá ...definitivamente enferma...ya no simuló salud ni alegría. Ella...ella de verdad merecía otra cosa, Pascual....
-          Y tu hermano?
-          Ah...ése la adoró siempre. Le fue absolutamente leal. Creo que...chico como era...sabía todo lo que pasaba en casa. Era como un brujito. Por eso...apenas pudo, se mandó mudar.De casa, del país, de sí mismo.
-          No supiste más de él?
-          Nada.  Y...después...en la militancia...busqué una especie de redención. Pero...había perdido mi integridad. Fui responsable de una muerte. Y después seguí lastimando a mucha gente....No es extraño que haya venido a parar a este lugar. Sin luz, sin agua, sin vida...
-          Nada hay más importante que la vida.Pero tu hermana puso por encima un amor desafortunado, un amor que se pudo olvidar, y la deslealtad de una hermana que podría perdonarse. Ella eligió morir. Sólo Susana es responsable.
-          No me equivoqué. Quién podría darme algo de paz....consolarme...sino Pascual...aquel niño de mirada pura...? -  dijo Anita, en un suspiro.
         Y ahora que Anita, definitivamente, yacía despojada de su misterio, Pascual sintió que quedaba libre de aquel largo enamoramiento, de aquel resto de devoción por su prima. Le acarició la frente percatándose de que ahora si podría amarla.
-          Podrías absolverme, Pascual?
-          Renuncié a eso, Anita.
-          No se puede. No podés. "  Sacerdos in eternum ".
-          Puedo decirte..."Ego te absolvo", Ana. Si eso querés. Pero..qué cambiaría? Algunos te dirían que Dios ya te perdonó y nos perdonó a todos hace rato...Pero yo no lo se. Siento un extraño amor, una rara pertenencia...pero eso es entre El y yo.  No sé cómo puede resultar contigo.
-          Entonces...debo perderme...
-          No. Ana. Perdonate vos. Si no fuera así...qué valor tendría cualquier absolución? Yo, ahora...puedo darte otra cosa.
-          Qué?
         Pascual no pudo ni quiso decir nada más.  Le bastó verter su amor en aquella boca que tanto había reído, besado, bebido, mentido. Una boca entreabierta, no totalmente fría aún, que le fue entregando su último aliento. Porque las heridas sí eran profundas y la sangre siguió manando dulcemente, dejándole a Pascual tan solo su preciosa muñeca de  nieve.
                    
                         Ángela Cáceres Quintero