DOÑA
La foto circuló por toda la región, apta
para el chismorreo y la invención. Hubo quien reconoció al hombre, a la jaula o
corral. Lo único veraz que pudo decirse fue que el armatoste estaba en el campo
de la Doña. De tanto
llamarla así nadie recordaba el nombre. Los que llegaron a verla decían que era
hermosa como una diabla, o una bruja, o como una gran puta sin chulo y sin
precio. Porque devoraba a todo peón que por su campo pasara. Los probaba,
gozaba y despedía.
Su
padre, estanciero en decadencia de mala fama y peor final, le dejó un campo mas
bien pobre, faenada ya la última vaca, y ella
tuvo que rascar y hacer rascar la tierra para sacarle provecho. Eso le
gustaba, dicen. Era una trabajadora feroz. La vida le iba en ello.
Al parecer la “Doña” no le temía a nada y
se contaba que, por las noches, se mezclaba con las caballadas fantasmales que
aterraban a todos los vecinos de Barriga Negra. Mientras los más se refugiaban
bajo sus mantas en el intento de no escuchar los espeluznantes galopes, ella se zarandeaba
montada en pelo entre los espectros.
Pero para ese tiempo de charlatanerías,
los huesos de la “Doña”, ya pelados, yacían muy hondo en la zanja donde cayó
privada de fuerzas. Capas de lodo la cubrieron y esa fue su tumba sin nombre ni
cruz.
La foto desapareció y finalmente no se
habló más.
En la estancia, ya desalambrada, no había más
que una grisácea tapera, la casa que hizo levantar el padre de la “Doña” y que,
ya finado, ella supo embellecer un tanto, en especial el lugar que se reservó
para dormir, lleno de espejos, alfombras y mantas de brocado porque para su
lugar de amoríos y pasiones hizo volar la fantasía que retaceaba para todo lo
demás. Le gustaba desnudase de a poco y contemplar en esos espejos el cuerpo
bello y exuberante que sus atuendos masculinos escondían. Pero cada hombre que
fue probando, burdo y acelerado, no se tomaba tiempo para adorar tanta
hermosura y ella, nunca plenamente satisfecha, los corría a latigazos. Así fue
que, esencialmente sola, terminó adorándose a sí misma.
Pasaron años, no tantos que opacaran su
belleza, y llegó a la estancia un mulato, casi claro, alto y bien plantado, con
mota larga y ojos renegridos, con un brillo extraño. Se podía pensar, con aquel
brillo, que era un hombre caliente y eso mismo pensó ella al verlo. Pero el
resplandor no era de fuego sino de hielo porque era un hombre resentido, con
demasiadas heridas a cuestas, incapaz de amar, salvo a su propia sombra.
La “Doña” le dio trabajo y dedicó mucho
tiempo a observarlo, yendo y viniendo entre los surcos, concentrado en el
trabajo, sin hablar con nadie. Y, como
quien no quiere la cosa, ella empezó a obsesionarse con él. Era claro que él la
esquivaba y eso la encendió más. Hasta
que un día, luego de una prolongada abstinencia, le ordenó entrar en la casa y
lo invitó a cenar.
- No
es lo propio, señora. Pero le agradezco – dijo el mulato, enfilando para el
galpón de la peonada. Y así una y otra vez.
Así fue inevitable que el capricho de la
“Doña” creciera.
- Oiga…¿será que no le gustan las mujeres? –
le dijo, saliéndole al paso.
- Me gustan. Pero yo elijo - y los ojos centellearon tanto que ella creyó
que de fuego pero no era más que el filo
del hielo que él llevaba.
- Pues yo lo elijo a usted. Entre en la casa.
Él la míró
de arriba abajo.
-
Está
bien. Usted manda.
Y él fue tal como ella soñara, la con templó
sin prisa cuando se desnudaba y se tomó tiempo para desnudarse él.
Ardió
Troya en aquella cama. Pero, al amanecer, cuando la mujer abrió los ojos, el
hombre no estaba.
A
media mañana, él apareció y le pidió la paga.
- Me
voy, señora. Yo elijo a mis mujeres.
Poco a
poco fue despidiendo a los últimos peones. Ella moriría pero la estancia
también. La casa ya estaba condenada a tapera. Solamente ella dictaba
sentencia. Y ella misma aplicaría el castigo.
Con su
instinto afilado llegó el día en que supo donde lo encontraría. Eligió el
caballo y salió en su busca.
Lo
encontró en un bar con una mocita tierna que podría ser hija de ambos, pero no
la miraba como hija, y el fuego había disuelto el hielo en sus ojos.
Nadie
movió un dedo. Nadie se atrevería a llamar al comisario. Por alguna extraña,
inmerecida razón, le tenían todos un santo respeto a la Doña. O puro miedo.
Se lo
llevó echado en el caballo, con el aliento corto y la conciencia ida.
Al
llegar a su tierra, lo bajó del caballo y lo arrastró a la jaula. No deseaba
matarlo. Las heridas sanarían y él sabría que ella era su dueña.
En
verdad, él sanó. Comprendió y no intentó escapar. Pero no pronunció palabra ni
puso los ojos sobre ella. Bebía el agua que le daba, la comida miserable, y
vaciaba tranquilo, una tras otra, las botellas que ella le dejaba.
Nunca
se sabrá quien murió primero.
Ángela Cáceres Quintero
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