El Bosque
En el linde conocido del bosque se abría un
claro de hierba fresca lleno de flores silvestres. Allí estaba la casita que, a veces, se llenaba de
niños. Una escuela inventada por una mujer que hacía cuentos. Si ellos
aprendían algo o mejor dicho, recordaban algo, lo descubrían en plena
libertad. Llegaban cuando podían, se
iban cuando querían.
El bosque tenía fama de
inmenso, posiblemente ilimitado, porque nadie sabía donde terminaba y nadie
quería saber.
Se decía que en alguna parte había una
vivienda abandonada, cubierta con restos de mazapán y chocolates amargos.
Posiblemente en la zona más boscosa, como un bosque dentro de otro. En realidad
nadie conocido la había visto, nadie que recordara audaces paseos entre los
apretados pinos y cipreses, tampoco. Por ello los niños llegaban por el linde
esquivando la tentación de internarse entre aquellos árboles. Por ello,
también, el bosque alimentaba sus fantasías.
La casita, dos plantas de madera clara,
rústica e irresistiblemente hermosa,
como levantada más por sueños e imaginaciones que por arduas manos, parecía
abrazada por un balcón donde la dueña se instalaba en una mecedora aguardando a
los niños.
Esperaba sin ansiedad, en su vida ya no había prisas. Cuando los
niños aparecían tomados de las manos, se asomaba enviándoles besos y bajaba
casi flotando para abrirles la puerta. Y las clases comenzaban en cualquier
rincón de la casa, sobre alguna alfombra mullida o sobre los almohadones de
telas suaves cuyos colores se desvanecían en olvido del azul francés o del
violeta. A veces la contadora de cuentos elegía el silencio y aprendía de los niños. Ellos la llenaban de
sus propias historias cotidianas, hablaban de sus padres y de sus abuelos, de
sus travesías para llegar hasta ella. Y parecían de pájaros sus voces. Pero
cuando ella narraba sus cuentos, leídos, escuchados o inventados, el silencio y
la quietud de los niños la envolvía, sin nada más que el soplo largo de las
respiraciones.
En sus sueños, alguien que no era un niño,
la visitaba siempre. Y en la vigilia, ella lo esperaba siempre, también. En
vano.
Solía preguntarse si él sería real, si
existiría con la plenitud con que aparecía en sus aventuras nocturnas, detrás
de sus párpados. Nunca la confundía, idéntico a sí mismo.
Y estaba segura de que si él la visitara de
día, despiertos ambos, sabría reconocerlo.
Una tarde, rodeada de sus niños, mientras,
después de escuchar al viento que también
contaba historias, repartía almendras bañadas en chocolate, le
anunciaron la visita de un inspector. “Un inspector…¿de qué? No puede ser”,
pensó.
El hombre, envuelto en un sobretodo amplio,
entró de inmediato anunciando que venía de la ciudad más próxima.
-
Vengo a observar
su trabajo con estos niños.
-
Pero si mi casa
no es una escuela. Aquí se juega, nada más.
Había pensado que lo reconocería pero no fue
así. El rostro estaba oculto por la
sombra de un sombrero de ala muy ancha y fuera de moda. Pero fuere quien fuere,
le fue imposible discutir y le señaló un asiento.
-
Mire y escuche
cuanto quiera.
Los niños reían ignorando al inspector y
preguntaban si las almendras eran de la casa misteriosa del bosque.
-
Claro que no.
Jamás estuve cerca de esa casa y espero no estarlo nunca.
En un instante la cubrieron de besos aquellas
boquitas bañadas de chocolate como las almendras y se armó un revuelo de saltos y risas y así salieron y se alejaron de la casa.
Y la contadora de cuentos
quedó a solas con el inspector sin saber qué decir.
- Tomaría una taza de te – dijo él, quitándose
el sombrero.
- ¿Un inspector de qué? ¿De escuelas? Mi casa
no es una escuela.
- Parecería que si.
- Los niños me visitan cuando quieren y nos
contamos cuentos. Ellos a mí, yo a ellos, nada más.
- No se preocupe. Soy un inspector de sueños.
Atónita, lo miró bien y lo
reconoció. Nunca imaginó que sentiría miedo.
-
No te asustes de
mi – dijo él tomándole una mano.
Ella la retiró, temblando.
-
Voy por el te
–dijo.
Bebieron
en silencio. Él de su taza de te. Ella
de una copa de licor.
-
Pensé que me
conocerías – dijo él.
-
Eso creí.
-
Me has
desencantado.
-
Lo siento.
-
¿Por qué tienes
el pelo estirado, a un costado? En los sueños no te veo así.
-
Me molesta mi
pelo rizado.
-
Entonces no eres
auténtica.
Se levantó y tomó el sombrero.
-
No hay nada más
que decir.
Lo
vio alejarse de la casa sin volverse y entrar en el bosque.
Quedó
helada, con un dolor inmenso, sintiendo que había perdido algo maravilloso.
A
la noche cenó apenas, se preparó para dormir y cruzó el balcón con el cepillo
de dientes en la mano. Se sentía incorpórea como si ella misma no fuera nada
más que su camisón de seda. Al pasar le pareció que algo se movía en el linde
del bosque.
Se
sentó en el borde de la cama y, ya descalza, sintió que tenía que volver al
balcón.
Él era una silueta sombría, inmóvil, bien
delineada entre el bosque y el jardín de la casa. Ella pensó “me ha
perdonado” y se apoyó en la baranda con
una alegría que la desbordaba. Y allí quedó dejándose invadir, llenándose los
ojos con su sombra.
Ángela Cáceres Quintero
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